Hablemos por fin de “alta literatura”. ¿Existe tal cosa? Por supuesto que sí. No todo es igual, ni mucho menos, en el vasto terreno de la letra escrita. No voy a dar ninguna clase de nombres representativos ni de altura ni de bajeza, pero todos sabemos que en la república poética hay “clases” y que la realización cultural sólo puede ser jerárquica. Muchos creen que participan de la vida cultural desde la ingenua convicción de que la vida se apresa, improvisadamente, en 140 caracteres. En este contexto la crítica literaria resulta estrictamente necesaria. Reich-Ranicki lo expresa así: “Aquellos a los que les cueste concebir una vida sin arte y sin literatura tienen el derecho y de vez en cuando la obligación de tomarse muy en serio estas cuestiones” (Sobre la crítica literaria, Elba, p. 79). Se refiere naturalmente a la actividad crítica, aquello que Eliot calificaba como la más alta expresión intelectual y creativa de la mente civilizada. Porque la crítica, el afán de discernir sobre la calidad de una obra literaria, de indagar sus conexiones inevitables con todo cuánto le rodea (desde la teología hasta, por ejemplo, la botánica), en definitiva, de comprender, interpretar, sugerir y explicar es un asunto político capital: el camino recto que va desde la creación individual hasta la respuesta pública de los demás. En su ensayo, el crítico alemán recuerda, mediante una serie de hitos de los siglos XVIII al XX en la cultura alemana, la dificultad que la crítica ha encontrado en un medio ambiente irracionalmente hostil a una vida cultural desarrollada. Ignacio Echevarría, en un texto dialógico respecto del de Reich-Ranicki, resume una parte de la situación en el ámbito hispánico desde su punto de vista.
Yo me atrevo a afirmar que a quien le aburre la crítica literaria es que no ama suficientemente la literatura. Al menos desde que Aristóteles deconstruyera la tragedia griega en su Poética, o Sófocles volviera a reformular las leyendas de los Layo en su obra, el acto de creación en cualquiera de los géneros tradicionales estaba ya doblado por un acto crítico. Todo autor, a la vez que cuenta y canta, por el mero hecho de elegir unas estructuras poéticas frente a otras, adopta lo sepa o no una actitud crítica. O sea que habla, además de sobre aquello que parece que trata, siempre, por no decir antes que nada, de la naturaleza y de las formas de la literatura. Es la dimensión metadiscursiva de los textos, más rica cuanto más alta sea una obra poética. Las grandes intuiciones críticas pueden hallarse con mayor facilidad en Arnaut Daniel, en Racine o en Goethe que en los comentaristas. Y por poner las cosas desde el ángulo opuesto: no hay nada más creativo que los textos críticos que, por citar ejemplos más recientes, Starobinsky ha dedicado a Rousseau, Mandelstam a Dante o Calasso a Kafka. Y qué decir de la intrínseca dimensión crítica del arte de la traducción. No es que no haya una línea demarcadora clara entre creación y crítica, es que la frontera es justamente la línea. Un autor como Borges encarnó como nadie la inseparabilidad de creación y crítica, y a ello debe su grandeza.
He pasado los dos últimos meses leyendo, poco a poco, El final de la historia (Alpha Decay, 2014), la primera novela de Lydia Davis. Prestigiosa académica, traductora impecable de Proust, sutil cuentista, Davis forma parte de eso que aún se debería seguir llamando la inteligencia de un país. No sería fácil encontrar un ejemplo más rotundo de “alta literatura”. Primer gran acierto: la siempre atenta editorial Alpha Decay ha buscado para Davis al mejor traductor posible: el escritor Justo Navarro que ya se las había visto con la prosa de Davis y que realiza aquí un trabajo magistral (si de mí dependiera le daría sin dudarlo por el mismo el próximo premio nacional de traducción). ¿Qué se encuentra el hipotético y esforzado lector de una novela como esta? ¿Por qué hablo de alta literatura y, sobre todo, qué tiene todo esto que ver con la cuestión de la crítica y su valor como actividad específicamente literaria?
Intentaré explicarme. En la novela un personaje en primera persona, una mujer, cuenta la historia de un desamor. Ella (profesora) dobla en edad a un chico (alumno, pero no suyo) al que ama apasionadamente y a la vez con enorme inseguridad. Desde la doble instancia del presente de la escritura y del pasado inmediato en el que ocurrió su historia, la amante establece una completa anatomía de su amado, de sí misma, de cada matiz de su relación por minúsculo que sea (es más, cuanto más minúsculo mejor mejor se presta al tipo de disección que ella necesita realizar), analiza, en cada frase, la adecuación de la escritura (sea en su estructura, en su punto de vista o en la elección de una u otra palabra) a la realidad vivida. Tan intenso es el escrutinio que desde el comienzo el foco real de atención se traslada de la vida a la propia redacción, y al mismo cuidado con el que aquel se efectúa. Davis recuerda en esto al Marcel Proust sobre el que tanto ha trabajado. Pero aún existe otra dimensión, presente pero no tan explícita en el narrador de La Récherche, y que consiste en la indagación práctica de la cuestión del orden de la narración. La novela se titula “El final de la historia” (un final que se adelanta en las primeras páginas y que se materializa en el proustiano ofrecimiento de una taza de té amargo) y, desde el primer hasta el último párrafo de la misma consiste en una larga disertación acerca de la cuestión de qué debe, en una narración, venir antes: el principio o el fin. La cuestión central de la novela de Davis encierra una meditación ontológica sobre el tiempo que ya había fascinado, del Estagirita a Heidegger, a los más conspicuos representantes de nuestra tradición cultural.
El traductor es Justo Navarro.
Como siempre, sugerente invitacion a la lectura.
Saludos desde el Sur.
Por supuesto, gracias José Joaquín, ya lo he cambiado: en este caso, un lapsus.
¿Nos multiplicaremos en alguna medida o nos extinguiremos los que pensamos que “no todo es igual ni mucho menos…”? ¿Se abrirrá o seguirá cerrando el espacio de la profundidad?
No nos extinguiremos. Espero.