Nada más estimulante, para un comparatista, que encontrarse con una edición de Las mil y una noches. Y más si está realizada por alguien tan cuidadoso de su oficio como Jacobo Siruela, en Atalanta (un precioso cofre con tres volúmenes, en total más de mil páginas); personalmente debo una parte importante del conocimiento del contexto de la obra literaria árabe por excelencia a otras tantas ediciones (¡Oh Burton!) que fueron apareciendo en su día en la memorable primera Siruela. Todos sabemos que hay que leer Las mil y una noches poco a poco (una extendida leyenda urbana dice que, si lo lees de golpe, falleces literalmente), entre otras cosas porque tal es su poder de seducción que, tras los primeros cientos de noches blancas, uno acabaría (como el Rey Sahriyar, el carcelero insomne de Sherezade, que apenas duerme de noche y no para de trabajar de día) cayendo irremediablemente en la locura. Y esa precaución he tenido yo en estas últimas semanas (precisamente las del atentado contra Charlie Hebdo) con esta nueva edición, traducida por los arabistas Leonor Martínez y Juan Antonio Gutiérrez-Larraya a partir del original egipcio de Bulaq de 1835. De las versiones castellanas, junto a la de Juan Vernet, es la mejor: como ésta, rigurosa, directa, completa y suficientemente adornada. Todos hemos oído hablar de semejante joya literaria, pero, ¿sabemos en qué consiste y que tesoros encierra? En primer lugar se puede afirmar que Las mil y una noches es más que un libro: enmarcados por un relato principal (la historia de Sherezade, la princesa que se salvó contándole mil y una historias al sátapra que, tras poseerla, la amenazaba de muerte), se trata de una antológica colección de historias, anécdotas, fábulas, relatos de viajes (¡Oh Sinbad y los árabes del mar!), poesía más o menos popular, etc, con todo el contenido sapiencial y antropológico no sólo arábigo, sino de las mejor elaboradas tradiciones orientales que confluyeron en su conformación, especialmente la persa, la india, la hebrea y en menor medida la turca (¿cuántas veces habrá que recordar a todos los bárbaros la densidad cultural de Oriente?). Gestada antes del año mil, trasmitida en parte oralmente, de un modo radial, de autor(es) y compilador anónimo, ajena en principio a la alta cultura árabe y por tanto rechazada (por popular y narrativa) por sus élites y (por sensual) por las autoridades religiosas, conocida antaño en nuestra península, no fue hasta la edad moderna, por medio de un puñado de orientalistas europeos (Antoine Galland y William Lane, replicados y superados primero por Mardrus y Burton pero también por las excelentes traducciones alemanas y, a mi juicio una de las mejores, por la italiana de Gabrieli) cuando el libro comenzó a ser valorado debidamente aquí y allá, con un poderoso efecto boomerang en toda la cultura oriental, especialmente en la arábiga. Hay mil y un aspectos dignos de consideración de este monumento escrito, pero quiero incidir, en esta brevísima nota, en el extraordinario valor simbólico que tiene su estructura (un milagro técnico cuyo responsable infelizmente desconocemos), y en sus conexiones con lo mejor de la literatura universal. Dejando aparte motivos tan fértiles como el viaje (el físico pero también el espiritual, el que apunta a una trascendencia irreversible), y la espera, o la relación del hombre con los animales (origen de la fábula y los más lúcidos bestiarios y, aún más allá, de posibles figuras de una humanidad inserta en lo ciclos del eterno retorno, algo que por cierto llega hasta Nietzsche o al Kafka cuyo protagonista de la parábola Ante la ley suplica a las pulgas del cuello que intercedan ante el guardián que le impide el acceso al otro lado), resulta asombrosa la sagacidad de la princesa Sherezade, una sabiduría que saca de los mil libros que posee y que ha asimilado y que le sirven (como a Penélope le sirvió la costura) para salvarse. Pues bien, el modo en el que la narradora utiliza cada historia como un mot de passe entre el desvelo del déspota y la muerte que le acecha (y a la que vence finalmente también por medio de los tres hijos que engendra con su curioso enamorado) contiene todas las potencialidades del mito. Y es que pocas veces la palabra y la historia que tiene un comienzo, un medio y un fin que se prolonga o acorta al perspicaz antojo de quien la cuenta, también por motivos prácticos, han estado en una relación límite tan sustancial con la realidad misteriosa del amor, la locura, la muerte y el sueño como están en una obra que conecta de pleno, imposible eludirlos, con la Biblia, con el pastor de Hermas, con Berceo, con Boccaccio y con Dante, con Cervantes, con Proust, con Freud y con Borges.