No, no quiero hablar de Dylan. Ahora, no. En cambio pienso desde ayer en unas palabras pronunciadas (y escritas) por Eduardo Chillida en un momento de su vida, un momento de crisis. Concretamente en el año 1951. Había esculpido ya unas figuras en yeso espectaculares (se titularon Torso y Forma). Las guardó en su casa hasta el último día, en sitio muy especial. De ambas, por entonces, había vendido versiones en piedra y en bronce, y a gente importante. Pero él sabía que no era ése su camino. Intentaba otras cosas y la verdad es que no le salían. Con la fuerza de una iluminación interior, con la precisión absoluta que caracterizó su escritura en una docena de textos que escribió a lo largo del tiempo, dijo.” Tengo las manos de ayer me faltan las de mañana”. Lo recordé anoche, antes de dormir. Me las había encontrado, con una fórmula distinta, en un fragmento del Libro 2 de los Macabeos que se leyó en Misa. Antíoco obliga a siete hermanos judíos y a su madre a contravenir la ley comiendo cerdo. Están los torturadores de siempre – el pelotón de fusilamiento del que hablaba Kértesz– disfrutando con su saña. Dice el texto. “Después se divirtieron con el tercero. Invitado a sacar la lengua, lo hizo enseguida, y alargó las manos con gran valor. Y habló dignamente: de Dios las recibí, y por sus leyes las desprecio, espero recobrarlas del mismo Dios” (capítulo 7). No están tan lejos ambas situaciones, si lo leemos bien. El tercer hermano no tiene ningún problema en sacar la lengua y permitir que sus verdugos se rían de él. No hay en el testigo la menor jactancia. Hay humildad. Lo que no puede contravenir es la ley. Sabe que la ley va mucho más lejos de lo que pueda alcanzar su acción (simbolizada en las manos). La frase de Chillida, naturalmente, es una plegaria: Señor, Tú me diste las manos de ayer, pero, por favor, si me estás mostrando el horizonte de mi trabajo futuro, ¿por qué no me das las de mañana?