La espantosa risa de un presidente fingidor

El capítulo XVIII de El Príncipe de Maquiavelo se titula: “De qué modo los príncipes deben mantener su palabra”, y comienza así: “¡Cuán digno de alabanzas es un príncipe que mantiene la fe que ha jurado, cuando vive de un modo íntegro y no usa de astucia en su conducta! Todos comprenden esta verdad; sin embargo, la experiencia de nuestros días nos muestra que, haciendo varios príncipes poco caso de la buena fe, y sabiendo con la astucia volver a su voluntad el espíritu de los hombres, obraron grandes cosas y acabaron triunfando sobre los que tenían por base de su conducta la lealtad”.

Se trata de una afirmación que se corresponde con la idea que tenemos de las enseñanzas del gran teórico del gobierno: el maquiavelismo no sólo ha pasado al lenguaje común, sino que ha conformado la mente del hombre occidental en lo que a su capacidad de valoración de lo político se refiere.

La verdad es que el político debe de hacer el bien, pero… para llevar a cabo su tarea tiene a menudo que actuar con deslealtad. Maquiavelo es ambiguo –y, en esto, muy discutible– porque introduce el concepto de “grandes cosas” (el infame fin que justifica los medios) pero las identifica inmediatamente con el triunfo y con la capacidad de movilizar las voluntades de los súbditos. En suma, el gobernante, si quiere tener éxito, debe mantenerse en el poder aún a costa de desistir de realizar lo correcto.

En todo caso, si quiere conservar el poder, como un fin en sí mismo, lo que no puede permitirse (¡qué maquiavélico era Maquiavelo!) es renunciar a aparentar que hace el bien, aunque el bien que parece llevar a cabo contradiga de plano el bien que él mismo había señalado como tal bien. En pocas palabras: el gobernante “de éxito” debe de aparentar porque, en ese fingimiento, se juega la continuidad en el mando.

Maquiavelo lo explica así: “No es necesario que un príncipe posea todas las virtudes, pero sí conviene que aparente poseerlas. Su espíritu debe estar dispuesto a cambiar según que los vientos y variaciones de la fortuna lo exijan, y a saber zambullirse en el mal cuando haya necesidad. Debe tener sumo cuidado en ser circunspecto, para que cuantas palabras salgan de su boca lleven impreso el sello de la virtud. Pero resulta necesario saber encubrir bien este artificioso natural y tener habilidad para fingir y disimular. Los hombres –continúa– somos tan simples, y nos sujetamos tanto a la necesidad inmediata, que el que engaña con arte halla siempre gentes que se dejan engañar”.

En este contexto cita Maquiavelo al Papa Alejandro VI y lo pone a escurrir: “No quiero pasar en silencio un ejemplo enteramente reciente. No hizo nunca otra cosa más que engañar a los otros; pensaba incesantemente en los medios de inducirlos a error; y halló siempre la ocasión de poderlo hacer. No hubo nunca ninguno que conociera mejor el arte de las declaraciones persuasivas, que afirmara una cosa con juramentos más rimbombantes y que, al mismo tiempo, despreciara tanto lo que había prometido. Sin embargo, por más reconocido que él estaba como un tramposo, sus engaños le salían bien, siempre a medida de sus deseos, porque sabía dirigir perfectamente a sus gentes con esta estratagema”.

En un momento de peligro cierto para principios democráticos como la igualdad, la separación de poderes o el respeto a la prensa libre en España, yo tampoco quiero “pasar en silencio un ejemplo enteramente reciente”: el de Pedro Sánchez.

No resulta posible, aquí, ni tampoco es indispensable, reflejar, siquiera como una enumeración, todos los engaños y trucos sobre los que Sánchez ha sostenido su irrefrenable ansia de poder. “Presidente, ¿por qué nos ha mentido tanto?”, le preguntó incisivamente un periodista en vísperas de las últimas elecciones legislativas. El calibre de las trampas está a la vista de todos, aunque no me olvido de que el genio florentino nos avisó de que “los hombres juzgamos más por los ojos que por las acciones; y si pertenece a todos el ver, no está más que a un cierto número el reconocer la realidad de lo que ocurre. Cada uno ve lo que parece ser; pero pocos comprenden lo que realmente es”.

Maquiavelo enseña también que el gobernante debe “imitar a la zorra y el león. El ejemplo del león no basta, porque este animal no evita que le atrapen con lazos, y la actitud de la zorra sola no es suficiente tampoco, porque ella no puede librarse de los lobos que la acosan. Es necesario, pues, ser zorra para conocer los lazos, y león para espantar a los lobos”.

Si pienso en un animal con el que identificar a nuestro presidente, no se me ocurre uno más adecuado que la hiena. La imagen de esa fiera me volvió a la mente cuando, en la última sesión de control parlamentario, Sánchez mencionó sin el menor rubor lo ocurrido en la de su investidura: me refiero al momento en el que, con una carcajada sonora y prolongada, despreció a su oponente democrático. Parecía querer decirle: “Pero adónde se cree usted que va, si es un pardillo incapaz de engañar a nadie”.

Recordé el verso del inicio de Una temporada en el infierno de Arthur Rimbaud en el que menciona “la espantosa risa del idiota”. Idiota porque se muestra incapaz de preocuparse del bien común. Y no voy a disculparme por una identificación tan poco simpática. No es hora para la indiferencia. Haríamos mejor en dejar de coquetear con ese “mal banal” que representa un presidente disruptivo y empezar a llamar las cosas por su nombre. Sánchez es disruptivo porque gobierna interrumpiendo el flujo de una vida social democrática y razonable.

Pero, si se cree que va a conculcar las aspiraciones democráticas de la nación, se equivoca y más pronto que tarde caerá.

Le quedará lo que el mismo Rimbaud pronosticó para los de su especie: “Tu resteras hyène”.

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