Apenas nada tiene que ver la etimología de la palabra castellana “trauma” (del griego, herida) con el alemán “Traumen”, sueño, que viene, como el inglés “dream”, del protogermánico “troum”; no obstante, en sánscrito “druh” significa “herir”, de modo que en las raíces del indoeuropeo aparece cierta conexión. Existe además un vínculo semántico entre herir y soñar: en ambos casos hay que producir un corte, atravesar una superficie o límite, de modo que se accede a un interior inicialmente no visible con diversas intenciones. La literatura del XX traza una elipse entre el paso del sueño a la vigilia (Kafka) y la caída en él (Proust). Movimientos de anábasis o ascensión y catábasis o descenso, exactamente igual que aparece en los textos de la Grecia presocrática (Empédoclés, Parménides, …) Todo se trae de o se lleva al sueño, en la gran madeja que hay que desenrollar antes de darle forma a la tela, en la geografía de la imaginación (Guy Davenport). Heráclito sintió que éramos sombras, levemente adumbradas. Parménides le corrigió: había escuchado de la diosa que más bien no éramos nada. Borges lo sintetizó el gran enigma cuando escribió: ¿Quién serás esta noche en el oscuro/Sueño del otro lado de su muro? Otros (como George Oppen), equivocadamente, quisieron anular de nuevo al individuo en la multitud: “Obsessed, bewildered / By the shipwreck / Of the singular / We have chosen the meaning / Of being numerous.”