Nada más lejos de mi ánimo que menospreciar las razones jurídicas y políticas que se han esgrimido estos últimos días en contra de una ley con la que se pretende amnistiar a aquellos que tomaron parte en los hechos del kafkiano procés. Coincido con la mayoría de los razonamientos que los constitucionalistas han aportado hasta el momento.
Sobre todos ellos, a mi juicio, bastaría con que el Tribunal Constitucional tomara en consideración que la proposición fulmina el principio de igualdad ante la ley del artículo 1 de la Constitución española de 1978. A esos efectos, resultan insignificantes los “buenos deseos” expresados en el preámbulo.
Si estuviéramos ante un terreno de juego honesto y objetivo, no habría que ir más lejos. Con la proposición de Ley de Amnistía se consagra el orwelliano “todos somos iguales, pero unos son más iguales que otros”.
La Constitución no puede prohibir todo lo indeseable de un modo explícito. No veta la esclavitud, por ejemplo.
He oído a algún exmagistrado del Constitucional reírse del argumento. No se puede comparar la amnistía con la esclavitud porque “ésta iría contra la dimensión material de la norma máxima”, ya que atenta contra los derechos humanos amparados en el texto.
¿Pero acaso no está entre ellos el principio de igualdad?
La proposición, dictando un tratamiento de excepción para delitos gravísimos, y sólo en ciertos casos, atenta contra la igualdad de modo evidente.
Por eso, y a pesar de tantas razones como se aducen, pretendo argumentar mi rechazo a la amnistía por otra vía. Por lo demás, profundamente entrelazada con la imagen de la dignidad de la persona que consagra el texto del 78.
Se suele afirmar con razón que la nación española es una realidad preconstitucional. Puede ser. Pero lo que seguro que es preconstitucional, e incluso prejurídico, es el concepto de persona.
Aunque resulte simple, la cuestión se puede resumir del siguiente modo.
Mediante un proceso evolutivo, determinadas especies animales (los primates) se fueron desarrollando, de un modo nunca completamente explicado, hasta llegar al estadio conocido como homo sapiens.
Sabemos que el proceso en el que esta especie alcanzó el predominio sobre otras especies de homo puede ser datado alrededor de 30.000 años antes de la era común.
Dicho tiempo, que a su vez debe cosas no menores a períodos anteriores, es la parte más cercana de lo que denominamos prehistoria. De esa “noche de los tiempos” carecemos no de signos (semas) que permitan cierto reconocimiento (anagnórisis), pero sí de material escrito.
La tradición oral, acaso la fuente más importante de todas las raíces culturales de la Humanidad, ignorada no obstante en gran medida, se funde con la escritura alrededor del tercer milenio anterior a la era común. Los restos más notables que conservamos, del Poema de Gilgamesh principalmente, son incluso anteriores.
Un caso particularmente relevante en el proceso de civilización, el que nos lleva del homo sapiens a la persona dotada de conciencia moral a la que atribuimos un conjunto inherente de elementos sintetizados en el término dignidad lo encontramos en las obras homéricas.
Y, en concreto, en el personaje de Ulises, uno de los grandes arquetipos universales.
Ulises es el rey de Ítaca que se une (en la Ilíada) a sus hermanos griegos para liberar a la bella Elena del rapto de los troyanos. El héroe astuto que inventa la artimaña del caballo de Troya, cambiando el signo de la guerra.
Es la misma figura que, acabada la contienda, regresa a su tierra natal, a su esposa, a su hijo (Telémaco), a su padre (Laertes) y, sobre todo, a su amada y fiel Penélope. Todo ello lo encontramos escrito en la Odisea.
En un primer momento, tras la contienda, Ulises enfila directo, con sus compañeros, hacia la patria. El deseo de retorno a su heimat, a su gente y su terruño, es tal que, agotado de tanto remar, cuando está cerca, cae rendido y una tormenta le aleja del destino que se había trazado.
Ocho años tendrán que pasar para retornar a sus amadas costas. Entremedias transcurren las aventuras, tentaciones y dificultades que, retrasando su vuelta, le permiten madurar.
Por fin, como un náufrago, es depositado, solo, en la costa feacia, no lejos de su hogar. Atenea se ha preocupado de cubrir el terreno con una densa niebla. Ulises no sabe dónde está ni quién es realmente. Para eso tiene que ser reconocido. Pero, ¿reconocido por quién?
Al volver a casa, nadie lo hace. Sólo su dama de cría, la vieja y ciega Euriclea, con sus manos todavía fuertes porque siguen sirviendo a los demás, palpa su cicatriz (sema), grabada desde su primera partida de caza, y reconoce a su señor (anagnórisis).
Aun así, la fiel Penélope, enredada con su manto-mortaja, con su hacer y deshacer, con su día a día, no lo acaba de ver. Además, por si fuera poco, Ulises le miente. No obstante, duermen cerca y ella sueña que su marido está a su lado, sin darse cuenta de que lo está de verdad.
Finalmente, cuando Ulises se refiere al lecho nupcial, realizado sobre la base de un enorme árbol (sema), un elemento fijo de hondas raíces, un secreto mutuo, Penélope reconoce (anagnórisis) a su marido. Como reza una vieja traducción, los amantes recuperan “la costumbre del lecho”. Se aman. Ulises narra sus aventuras, pero Penélope se duerme.
¿Por qué podemos proclamar la universalidad de Homero y definir a Ulises como un arquetipo?
Porque el genio griego, transcrito por Homero, sabe que la cosa no puede quedar ahí. Apenas unas horas después, el héroe que ha regresado vuelve a partir. El recuerdo del oráculo que oyó de labios de Tiresias en su descenso (katábasis) al Hades no le permite asentarse. Lo que tiene raíces fijas es el árbol; la persona apenas tiene cicatrices.
Tiresias le había vaticinado que sólo podría volver definitivamente a morir en casa, en paz, cuando antes, desprendiéndose de cualquier atadura, por deseable que pudiese parecer, se hubiese internado tierra adentro, portando sobre el hombro un remo, y no antes de que alguien confundiese ese instrumento marino con un rastrillo. En otras palabras, cuando Ulises se hubiese abierto al otro, a la alteridad.
¿Por qué son incapaces los nacionalistas catalanes de abrirse a los demás españoles? ¿Por qué no exploran la alteridad? ¿A qué viene esa insistencia en el propio reconocimiento? ¿Y dónde están los signos que permiten la anagnórisis?
El sema no puede ser la lengua. Jacques Derrida lo proclamó de una forma indeleble: ninguna lengua pertenece a nadie. “¿Acaso si les pinchan no sangran, si les hacen cosquillas no se ríen, si les envenenan no mueren?”. ¿Y no nos ocurre exactamente lo mismo a los demás hispanos?
Pero a los nacionalistas no les basta con el espacio creado por la Constitución del 78, un lugar de encuentro para ciudadanos libres e iguales. Lo sepan o no, sólo por eso se alejan de su horizonte, la más elemental de las nociones de la dignidad de toda persona, comenzando por la de sí mismos.
Por eso necesitan leyes de excepción. Adolecen de atrofia antropológica, y eso atenta antes que nada contra una identidad propia que, paradójicamente, sólo se barrunta en el otro.