El Globo

“El Globo” se llamaba el teatro en el que se representaron las principales obras de Shakespeare. Aunque pudiera parecerlo, el nombre no encierra un juego de palabras porque pocas dudas caben de que es un autor que ha tenido el mundo por entero en la cabeza, y con tal variedad de registros, personajes y situaciones que cuanto más tiempo pasa más nos asombra. El Globo era sencillamente uno de los teatros públicos que se habían construido en la ciudad de Londres en el último cuarto de siglo XVI (1599).
El drama en el medievo se había representado entorno a las catedrales o en las plazas de las ciudades (hay un interesante proceso de secularización que, en pleno cristianismo, va trasladando el espacio escénico desde el mismo altar en el que se celebra la Misa al atrio del templo, de ahí a las calles de los pueblos y finalmente a los teatros). En todo caso se trataba siempre de formas alegóricas que mostraban diferentes dimensiones de la fe cristiana, dirigidas a un público popular y organizándose entorno a los distintos gremios, los misteries en inglés, mestiere en italiano, métier en francés o mester en español, términos que no se referían a los misterios de la fe sino a quienes ejecutaban y costeaban las representaciones. Frente a estas expresiones teatrales fueron apareciendo otras, en medios aristocráticos y cortesanos, que tampoco fueron concebidas para su adaptación a unos espacios determinados. En Europa, entre el espacio físico del teatro grecorromano y los teatros que se empezaron a construir en el Renacimiento no hubo nada. De hecho, los únicos espacios teatrales que a la altura del siglo XVI quedaban en pie, ruinosos y abandonados, eran los de la época clásica, de modo que la inspiración para los nuevos, especialmente en Italia, fue directísima. Los tenían delante.
La evolución de las dos tendencias tardomedievales –popular y aristocrática– explica en parte la aparición de teatros independientes en algunas ciudades de Italia, de España, Francia o de los Países Bajos, y por supuesto en Londres. Por un lado, el teatro de tema sacro, en el contexto de las guerras de religión, resultaba inadecuado y fue objeto de todo tipo de limitaciones cuando no de estricta prohibición (se había convertido, y de la peor manera posible, en un arma política). El teatro erudito se fue amanerando y reduciendo a la insignificancia literaria, mientras que una parte de la sociedad europea, a partir del siglo XVI, demandaba una forma de expresión dramática que materializara lo que el reencuentro con el mundo grecolatino implicaba tanto respecto del contenido de las obras teatrales como de los conceptos arquitectónicos clásicos que se fueron revalorizando y reinterpretando con ese fin.
Pero todo este mundo fascinante, de nuevo, duró muy poco: todos los teatros londinenses fueron cerrados tras el triunfo puritano de 1642. El Globo no duró un siglo. Otro siglo convulso en el que el teatro encontró enemigos acérrimos que acecharon la vida de los teatros isabelinos desde sus inicios y que coincidió no sólo con la presencia majestuosa de Shakespeare sino con toda una generación de autores sobresalientes como Thomas Kyd, Ben Johnson, Thomas Dekker, John Webster o Cristopher Marlowe. De la importancia literaria de este último baste decir que murió sin haber cumplido los treinta años –qué no habría escrito de haber vivido unas décadas más– dejando obras maestras como Tamerlán el Grande o La trágica historia del Doctor Fausto, de la que se puede afirmar que dio su primera forma a ese mito literario occidental.

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