Karl o Károly Kerényi fue un escritor de habla húngara que nació en 1897 en Timisoara (hoy, Rumania), cuando la ciudad pertenecía al Imperio Autrohúngaro, y que murió en 1973 en Suiza, tras una vida dedicada al estudio de Grecia y de su religión. Y aquí se le plantea al lector de este libro una primera cuestión de no fácil discernimiento: ¿qué era para alguien como Kerényi la religión? Aunque fuese precisamente ése uno de los hilos principales de su pasión intelectual, sí se puede adelantar que, formado en las más fecundas raíces helénicas, la religión se comprende como algo que, constituyendo al ser humano desde lo más adentro de sí mismo, a la vez alimenta y amplía el significado de todas sus operaciones vitales, introduciendo en ellas los gérmenes de la creatividad, la emoción y el significado. En otras palabras, la religión sería mito en el sentido de palabra, exterior e interior, algo que, en el ámbito cultural en el que nos movemos en lo que se refiere a las categorías religiosas, se puede identificar, y ojalá que en realidad así se hiciese, con la noción de verbo (lógos) que reúne las primerísimas palabras de dos textos bíblicos capitales: el comienzo del Génesis y el Prólogo al Evangelio de Juan. Religión y palabra forman una íntima relación y Kerényi rebusca en las fuentes griegas ancestrales sus claves. La radicalidad del pensamiento de este sabio –perteneciente a una generación de autores del siglo XX, de los que podríamos citar dentro de su órbita a no menos de dos docenas, que sumaron unos conocimientos enciclopédicos y que renovaron por completo la antropología cultural de Occidente– le lleva a presentar al lector a los dioses del panteón griego con dos notas que deseo apuntar. En primer lugar, gracias al conocimiento exhaustivo y exacto de las fuentes escritas, Kerényi desgrana las referencias a los dioses de una manera breve y precisa. Se trata de algo fundamental, el primer paso para tener un conocimiento exacto de la materia prima a partir de la cual establecer las debidas relaciones. Y este es el segundo punto, acaso el logro principal de la obra, por el que destaca sobre otros intentos de narrar, de sintetizar o de recrear la mitología griega: el modo en el que el autor establece vínculos entre las deidades griegas. La capacidad de relacionar de Kerényi consiste en respetar la verdad interna de esos mitos, sin apuntar precipitadamente a valores simbólicos, perfilando un esquema, en el sentido etimológico de esta palabra, o sea, un modo de ser establecido con el rigor de una figura geométrica. Se trata de un trabajo que describe el sistema de los dioses griegos con la precisión y la pulcritud con la que un cartógrafo podría representar hoy un mapa físico de cualquier lugar del mundo; el mérito de Kerényi es que el mapa que traza no es físico, sino metafísico.