ZAGAJEWSKI

No me considero autorizado para realizar una valoración de la poesía de Zagajewski (Premio Princesa de Asturias de las Letras, 2017): no leo en polaco, desgraciadamente; mis conocimientos de la cultura y la literatura de ese gran país son limitados. No obstante, lo he leído de manera asidua desde que se publicó una parte de su obra por primera vez en España en el otoño de 2003. Lo he perseguido en las diferentes ediciones españolas en las que Xavier Farré nos lo ha acercado con una empatía, un gusto y un rigor admirables. Lo he leído también en inglés en las traducciones de Clare Cavannagh, Renata Gorczynski, Benjamín Ivry y, ahí es nada, C.K. Williams. Como tengo la manía de las lenguas, me acerqué también a varias de las ediciones francesas y últimamente a Tradimento, la primera traducción que Valentina Parisi ha realizado para Adelphi en Italia. En este tiempo he podido conocer al autor y le he escuchado hablar de poesía y de pintura y, sobre todo, le he oído recitar algunos de sus poemas en una lengua que es desconocida para mí pero que me ha revelado un tono suave y un ritmo regular y pausado, y también una sonoridad grave y cadenciosa. Poco a poco me voy haciendo una composición de lugar.
En mi país, Adam Zagajewski ha tenido una recepción más que notable. Se han editado media docena de sus obras, y alguno de sus poemarios ha permanecido varios meses entre las listas de los libros más vendidos. Los críticos en general lo han aplaudido y esos otros críticos que son los lectores de poesía lo han recibido como agua de mayo. Sé de varios poetas de treinta años que consideran a Zagajewski como parte de ellos mismos: su poesía les ha golpeado en la cara como agua fresca, lo llevan en sus desplazamientos e intentan aprender el secreto de un arte tan cercano y tan refinado espiritualmente.
Zagajewski nos ha abierto al mismo tiempo un mundo de referencias culturales que, si no era del todo nuevo, sí ha quedado ampliado con nuevas estancias en las que podemos vivir y respirar mejor y ser más libres. Me refiero al conjunto de nombres que aparecen en sus composiciones, aquéllos a los que les son dedicados, todo ese mundo cultural europeo que se levanta mágicamente en sus poemas. Desde las iglesias de Francia a las bibliotecas americanas o las calles de la vieja Cracovia, desde los diccionarios polacos hasta los tratados sobre el vacío, desde un documental sobre el exterminio entrevisto de noche hasta los cuentos populares rusos, pasando por docenas de cuadros, de piezas musicales, de canto gregoriano, de fragmentos e intuiciones filosóficas que son resucitadas en un verso, hasta llegar a esos faros que son para el autor los grandes poetas que le han precedido en el uso de la palabra y a los que siempre está rindiendo homenaje: Mandesltam pero también Morandi, Simone Weil, Brodsky, Auden, Wat, Czapski, Czeslaw Milosz y Zbigniew Herbert sobre todo. Un poliedro con lo mejor de la civilización. Ese plano tiene poco que ver con ese exceso que llamamos erudición. Nadie más alejado de los pringosos principios del arte por el arte que Adam Zagajewski. El arte forma parte indisoluble de la vida, y de la vida cotidiana además, aunque esté preñada de toda la belleza del mundo o, mejor dicho, porque lleva en sí algo que es más que lo que aparece ante nuestros ojos de carne. He ahí el difícil equilibrio en el que se mueve estéticamente el autor: no hay disyuntiva más falsa que la que contrapone el arte a la vida, pero tampoco se puede tolerar una vida reducida a sus manifestaciones episódicas, rutinarias, a eso que se ha llamado el puro presente. “Me rebelo justamente contra ese hachazo, contra la reducción de la realidad, contra la instauración de una franja estrecha para la vida humana –¡y para el arte! –, una franja donde no hay lugar ni para el héroe, ni para el santo. No es que quiera hacer propaganda del heroísmo o escribir vidas de santos; me interesa otra cosa: lo que en el plano estético corresponde al héroe y al santo es el encuentro con lo sublime.” En su polémica fugaz con Tzvetan Todorov, una de las más interesantes de la última década, el autor reivindica a Longino y dice que “si la cotidianeidad es bella es porque también percibimos en ella el suave temblor de posibles acontecimientos heroicos, extraordinarios y misteriosos”. No puedo dejar de recordar ahora las palabras que Claudio Magris dedicaba a la cuestión en El Danubio: “Sea cual sea la opinión o la fe profesada por los hombres, lo que les distingue sobre todo es la presencia o la ausencia, en su pensamiento y en su persona, de esa otra cosa, su sensación de habitar un mundo acabado y agotado en sí mismo o bien incompleto y abierto a otras cosas”. Conste que en el caso de Zagajewski, como en el de Magris por cierto, la contemplación de la cotidianidad desde algo que está más allá de sí misma (porque al contrario de lo que afirmó Nietzche “un sol si puede calentar a otro sol”) no sólo no es incompatible sino que se sustenta en un permanente “no lo sé”, en una actitud o capacidad más bien negativa en el sentido que daba Keats a esta expresión: “el poeta debe vivir en una incertidumbre constante; no debe formular opiniones ni adoptar actitudes, sino abrirse a varios puntos de vista sin perder su libertad interior”. No hay que olvidar que, en cierta ocasión, el poeta reconoció que fue la nada quien quemó sus labios de niño. Alejado de cualquier clase de dogmatismo, Zagajewski se limita a esperar, a aceptar las cosas y a prestarles atención, como en la bella enumeración de “Mística para principiantes”

y el ocaso, lento y sistemático,/borrando los contornos de las casas medievales, y los olivos en las pequeñas colinas/a merced del viento y de los incendios/y la cabeza de la Princesa desconocida/que vi y admiré en el Louvre/y los vitrales de las iglesias como alas/de mariposa embadurnadas de polen,/el pequeño ruiseñor que ensaya su recital/justo al lado de la autopista,/y los viajes, todos los viajes,/eran sólo mística para principiantes,/un curso inicial, una introducción/para el examen que quedó aplazado/para más adelante.

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