He escuchado unas cuantas veces, desde el día en que me lo regaló Victoria, You want it darker. Realmente, si lo oyes una y otra vez (eso me dicen mis hijos), dadas las circunstancias, la muerte reciente de su creador, con lo que Cohen ha significado en las vidas de un puñado de infelices (aquellos que una persona, por lo demás muy querida, calificó un día como loosers) entre los que a Dios gracias me encuentro, si te hartas a oírlo, pues la verdad es que se te mete muy dentro y, destrozándote, te sana. Pero, ¿lo entiendes?, me han preguntado. Coño, ¿lo entiendo? ¿Entiendes tú los retratos de Modigliani? ¿Y los Nocturnos de Valldemosa? ¡Demasiado bien lo entiendo! Como entiende el niño pequeño que, antes de dormir, en plena noche, su madre le bese en la frente y le remeta el embozo de la cama. Lo que entiendo es que Cohen quiso hacer un último álbum. Lo comenzó, tal vez sería una forma de testamento. O no. Lo ignoro. Estaba enfermo y el cáncer avanzaba a ojos vista. Tuvo momentos de dolor físico terrible y de creciente oscuridad. Tuvo cerca a su hijo Adam. En un momento dado, empeoraba y sabía que se moría, y, animado por su hijo, retoma el proyecto. “Adam sensed that my recovery, if not my survival, depended on my getting back to work”. Trabajaron a destajo. Seguramente hay cosas que hubieran hecho, de contar con otro tiempo, de manera distinta. Después de muchos días oyéndolo, haciendo mías la melodía y las letras, hay una idea que me parece ejemplar. La idea del pacto. Treaty se llama la segunda pieza del disco que, con una versión instrumental, también lo cierra. Un trato de amor. Aunque está en la tradición (es más, la fundan) esas dos palabras en principio parecería que se repelen. ¿Cómo se puede pactar el amor? Pues parece que Cohen entendió que el amor no se conquista; el amor se pacta entre dos. Al fin y al cabo, ¿no surgió la elección de Abraham de un pacto, de una alianza con la divinidad? Si uno lee por ejemplo el inicio del capítulo 15 de Génesis verá cómo el patriarca de la fe no acaba de creerse las promesas de Dios (“¿Qué me darás?” 15,2), y hasta no duda en imponerle condiciones (“El hijo de mi casa debe de ser entonces mi heredero” 15,4). Disputan y el texto por fin concluye: “Ahora creyó en YHWH” (15, 6). Pero Abraham no acaba de estar conforme (cf. 15, 8). Y por fin hacen un pacto. Uno complicado, vamos a decir. Tanto que en ocasiones – es duro pero lo pone bien claro en 17,17 – se troncha de risa oyendo los planes que Dios quiere proponerle. La risa es importante también en esto: no olvidemos que el nombre Isaac, Yitzhak, el hijo sobre el que están pactando, significa literalmente “Él se ríe”. Cohen sabía esto como nadie. Hineini, Hineini repite por fin, con el deseo de haber llegado a un pacto. A un pacto de amor. Con este final, que es al mismo tiempo un principio (At the end of all our exploring/Will be to arrive where we started/And know the place for the first time/Through the unknown, remembered gate… T.S.E), Cohen nos ha ofrecido una clave de interpretación de una obra que forma parte ya de la mejor tradición mística. Animo a quien haya llegado hasta aquí a que escuche y atienda a la letra de la canción de su penúltimo álbum, Old ideas, Show me the place. La canción era vieja y se publicó apenas un lustro antes de su muerte. Sólo habla de ser esclavos. Cohen comprendió finalmente la diferencia entre un Dios que quiere esclavos y un Dios que, porque nos toma en serio, se ríe con nosotros y ama, sobre todo lo demás, nuestra libertad de amarle.
Con este artículo cierro por el momento mi homenaje póstumo a Leonard Cohen.