He leído en tres sentadas (una por autora) el libro que Mercedes Monmany ha dedicado a tres escritoras que murieron en Auschwitz: Etty Hillesum, Gertrude Kolmar e Irene Némirowski. Un tríptico. Formalmente, me parece un acierto tanto el hecho de que, al final, se trate de un texto comparativo en el que el retrato de cada una de las figuras contrasta, enriquece y perfecciona el de las otras dos; también lo es el modo sutil, con la inclusión de un texto inicial panorámico (la contraventana del tríptico cerrado), con el que todo el inmenso horizonte de horror que fue la Shoah (y su relación con la literatura, ése es el verdadero tema del libro) queda enmarcado. Al abrir las contraventanas, surgen cada una de las tres hojas que conforman el libro. Un reportaje magno, ágil y bien informado. Pero, sobre todo, desde el punto de vista formal, me parece un texto escrito con la unidad que solo puede dar una lenta y densa maduración – en este caso toda una vida de lecturas– que se destila a través, más que de los datos y referencias, de esa gran narradora que es la memoria viva de aquello que a uno le apasiona. La autora tiene la honestidad intelectual de no hacer concesiones: su admiración por las escritoras retratadas no le impide tocar los temas más duros y polémicos (el papel de los Consejos judíos a los que perteneció por ejemplo Hillesum o el presunto auto-odio de Irene Némirowski en relación a su condición de judía obsesionada con la asimilación). Ofrece diferentes interpretaciones de estos puntos oscuros, sin privilegiar ninguna pero, al menos así lo he percibido yo, con la dosis imprescindible de empatía que le impide emitir juicios sumarísimos de ninguna de las personas sobre las que escribe. Inclinada decididamente hacia lo positivo y lo que suma, destacan muy por encima de lo anterior aquellas facetas que han hecho de cada una de ellas un caso ejemplar de resistencia ante la adversidad más nauseabunda. Y lo hace con detalles que desbordan su significación particular. Emociona el relato de la vuelta de Gertrude Kolmar a la casa familiar en la que se había criado y que había constituido para ella un fértil microcosmos. La mansión había sido convertida en una desaliñada comisaría, y eso, paradójicamente, amortigua el golpe ya que, al no haberse constituido en un nuevo hogar, el paraíso no quedaba para ella definitivamente perdido. Es lo mismo, en otro plano, que afirmó Kertész: él no se había suicidado porque, en vez de pasar a ser libre, a una democracia, tras la Shoah, había vivido confinado en un mismo decorado como era el de la cárcel comunista que le impedía echar de menos cualquier atisbo de libertad (incluyendo la de suicidarse). Por último, lo más precioso del libro es el modo en el que, especialmente en el caso de Hillesum y Kolmar, Monmany acierta en elevar sus epistolarios a la categoría literaria en la que deben estar (es su mayor hallazgo, una intuición que debería ser desarrollada por los teóricos de la literatura). Son literatura, de primera, la que como planteó Aristóteles en su Poética y en su Ética a Nicómaco, hila los fines con los principios, o sea, hace lo más difícil: trata, en vivo, con un pie en el abismo de la muerte, de lucrar el sentido de la escritura.
Álvaro, me entusiasmó. Mucho el contenido pero más cómo estaba escrito. Una maravilla.
Sí. Es una maravilla de libro Nieves. El viernes viene Mercedes a dormir a mi casa porque tiene una charla en Pamplona. Y le acaban de otorgar, por ese libro, el Premio Caballero Bonald de Ensayo. Le diré que te ha entusiasmado. Seguro que le hace mucha ilusión.
Pues avísame si viene alguna vez a Madrid. Me encantaría ir a escucharle