Al comienzo del libro que leo estos días (noches, mejor dicho) – En la cuidad líquida (Marta Rebón) – cita a una novelista rusa (Lidia Chukóskavaia) hablando sobre la traducción de poesía: “Nada mejor que la impotencia de la traducción revela mejor que los versos no solo se construyen con palabras, ideas, pies métricos e imágenes, sino con el tiempo que hace, el estado de ánimo, la separación… Que los poemas se forman no solo con las líneas negras de los caracteres tipográficos, sino también con los espacios entre las líneas, con las profundas pausas que regulan la respiración. ¿Cómo traducir los espacios en blanco entre los versos, esa provisión de aire con la que se inflan los pulmones entre las cuartetas?” (33-34). El propio Benjamin, en un escrito del inicio del verano de 1931, de antes de viajar por primera vez a Ibiza, habla de Hemingway (en realidad lo utiliza para expresar una intuición) y señala que es el prototipo de escritor banal (existencias literarias muy útiles para, por contraste, poder reconocer la grandeza y la trascendencia de los verdaderos poetas). Y dice que le parece banal porque cuando escribe va más allá de lo que piensa (cayendo en artificialidades como el dato escondido o la naturalidad de los diálogos). El poeta de verdad, en cambio, no escribe nada más allá de lo que piensa. Añade, contradiciéndose solo en apariencia: “El fundamento de cualquier comprensión de lo que es el estilo, es caer en la cuenta de que nadie escribe exactamente lo que piensa. Porque decir algo no es solo expresarlo; antes que nada, implica una realización del pensamiento que somete a éste a las modificaciones más profundas, del mismo modo que el hecho de avanzar hacia un fin no contiene solamente la expresión del deseo de lo que tratamos de conseguir, sino su realización, lo que expone al deseo inicial a toda suerte de modificaciones”. Y eso, claro, no puede estar preestablecido. Permítaseme puntualizar que Benjamin conocería entonces novelas como Fiesta y Adiós a las armas. Dudo que hubiera sostenido su afirmación de haber leído los primeros cuentos del autor norteamericano, por ejemplo “Ahora me acuesto”. Conforme leía el texto de Valero, además de atender a lo que nos cuenta, iba surgiendo en mí una pregunta por el estilo de su escritura, y más concretamente por la pausa con la que está narrada la vida del escritor alemán en la isla de Ibiza. Este libro no está hecho con datos, lecturas y citas, investigación, sino que lo que hace de él un ejemplo es la pausa, los espacios en blanco, la respiración y ese arte misterioso de la separación. En otras palabras, se proyecta más que sobre el espacio (Ibiza) sobre el tiempo (tiempo de experiencia y de pobreza). El escritor tiene el entrenamiento (rarísimo en España) para rechazar “todos los movimientos superfluos, lo desordenado, el dandismo” que suelen acompañar el trayecto entre el deseo de escribir y su realización. Cuando pienso en el 99% de los llamados bio-pics que tratan de contar la vida de los artistas, se me pone la piel de gallina de puro terror o, lo que es peor, de aburrimiento. Valero no va más allá de lo que piensa, y de ese modo hace que la imagen de “el miserable” que no podía siquiera comprar sus amadas libretas se nos haga, a través de las palabras, carne y hueso. Esta capacidad de establecer un supra-relato va mucho más allá que la mera expresión de una información y unos conocimientos. Valero los maneja con solvencia, pero no se ha quedado ahí. Porque se ha detenido a contemplar, ha recreado la figura del poeta berlinés en su permanente encrucijada.