Tres notas sobre París

Unos pocos días en París. Sentimientos encontrados. La sombra de la muerte de Adam Zagajewski estaba ahí, la aún más reciente de Roberto Calasso, la de Tomàs Llorrens… y todo lo que significó París para cada uno de los tres. Aún recuerdo cuando me decía Julien Green: “¿cómo pueden guardarse tantas cosas bajo un solo nombre, París”. Por no hablar de tantos otros que no conozco, pero de quienes sin ningún género de dudas su muerte o su sufrimiento flotaban también en el ambiente. Gallimard recupera las tres primeras novelas de Marcel Cohen. Y un ángel de veinte años descubre a mi lado la Escuela de París en el MAHJ y el Museo Nissim de Camondo después de haber leído a de Waal. El océano de la vida, con sus olas que vienen de tres en tres. Una nostalgia infinita y la verdad consoladora de que estamos de paso, en passant. ¿Existe algo que pueda compararse en gracia, en elegancia?

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«La ciudad se quedaba, en agosto, desierta de parisinos, y los turistas eran mantenidos a raya en los circuitos habituales: permaneciendo fiel al barrio no se toparía con ellos. Necesitaba por encima de todo dormir y descansar y, una vez recuperada física y mentalmente, tratar de poner orden en su atribulada mente. Se levantaría algo más tarde, pensó, a eso de las nueve, bajaría a desayunar con un libro al Varenne o a Le Gevaudan y algunos días se sentaría en la terraza de Le Saint Germain para contemplar el paso decidido de la gente y los coches que se adentran a toda velocidad en el barrio Latino: el cruce del Odéon, la plaza de Saint-Michel y los antiguos predios de la Sorbona. Hacía meses que no paseaba con calma por esa parte de la ciudad; quizás lo hiciera este verano, tal vez volvería a cruzar la divisoria con lo que había sido el escenario de su juventud estudiosa, y a comer un sándwich de atún con mayonesa y pepinillos frente a las estatuas en el viejo Luxemburgo. Santa Susana de Roma, Blanca de Castilla, Louise de Savoie, Laura de Noves. Hablaría con ellas, les pediría consejo a aquellas damas que tanto conocimiento atesoraban del amor y de la muerte. O mejor, pensaba, no haría nada de eso. Optaría por permanecer en el presente y refugiarse dentro de los límites no ya de su barrio, ni de la rue du Bac entera, la que comenzaba en el quai Voltaire y llegaba hasta la rue de Sèvres, no, se ceñiría tan solo a las dos manzanas que completaban el espacio entre el boulevard Saint Germain y la rue de Varennes, y que habían sido erigido por ella en un reino autárquico. Todo lo demás quedaba fuera de su horizonte vital, incluida la tierra de nadie sobre la que se asentaban la Capillas de las Misiones extranjeras y la de la Medalla Milagrosa. No precisaba de nada que viniese de fuera. Leer era su plan de evasión. En su pequeño señorío podía adquirir el pan y la pasta, la verdura, carne y pescado fresco, el mejor chocolate y la mejor fruta, y casi cualquier vino del mundo. Y además hacerlo en las mismas tiendas que había frecuentado desde su infancia. Cerca de casa había dos farmacias con personal que le había visto crecer (en una compraría cremas y en la segunda le proporcionarían los ansiolíticos que consumía sin receta), un estanco con un buen tabaco de liar, una droguería, un relojero ruso y hasta un zapatero remendón a quien hacer algún que otro encargo. Tan sólo franquearía la frontera unos pocos metros para sacar de paseo al perro al traspatio Chateubriand, y alguna tarde entraría en el Museo Malliol, en la vecina rue de Grennelle, extasiándose con la belleza de la musa Dina».

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Había estado en un París demolido después de los atentados de noviembre de 2015. Prefiero no acordarme de lo que sentí. Ahora tras más de un año largo de pandemia, los controles fronterizos han dejado la ciudad en agosto desierta de turismo internacional. El tiempo clemente y gris de esos días, invitaba suavemente a recogerse, mecidos por esa luz parisina inconfundible que lo contiene casi todo. Así llegamos a la placa de la casa de Eloísa frente a la Ile Saint Louis, a la librería Ulysse a la que nunca se acaba de llegar, a la vilamatiana plaza de Furstenberg en la que charlamos más de una hora con la dependienta de una tienda de especias (Where else?), al Cellar Bar, en la rue de Babylone, donde acabamos bebiendo hasta las tantas con los gendarmes de permiso que viven enfrente, de toda la stationery que compramos en Boisnard & Stern, rue de la Boétie, … en fin, una vez más, y para siempre, París.

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