Desde siempre busco en el arte (cualquiera que sea, incluyendo el arte de vivir) una cualidad rara e inaprensible que, a falta de otra palabra, yo llamaría transparencia. Se trata más que nada de la capacidad de presentar algo, lo que sea, un personaje, un rostro, un rincón vacío en el fondo de una casa, de un modo a la vez fugaz y eterno. Suelo reconocer esta cualidad cuando, leyendo un pasaje, viendo una fotografía, aquello que veo me hace presentir lo que hay por detrás; no tanto que lo visto con los ojos de la cara sea una pantalla que oculta algo cuanto que lo visto en realidad no está sólo en el plano de lo visual sino más allá, como si fuera la alegoría de otra cosa que la incluye y que le da su verdadero sentido. Los cuadros de Vilhem Hammershøi o las fotos de Bernard Plossu son ejemplos extraordinarios de lo que me parece, a mí, el mayor logro artístico posible. Azorín, especialmente en sus escritos últimos, rozó como nadie esta capacidad de transparentar el otro lado. También era una de las mayores cualidades de Hawthorne (no hay más que releer las entradas del Diario americano o el comienzo de Los musgos…). Y Leskov fue el gran maestro en el arte de superar los obstáculos. He encontrado a placer ese don (creo que es un don) en el último libro de Modiano, Souvenirs dormants, que compré en la Gare de L´Est y devoré antes de llegar a la de Manheim. Un yo muy cercano al autor recrea las briznas de recuerdos que le quedan de sus primeros pasos por París, apenas cumplidos los dieciocho. Como me ha recordado ese texto (“Desenterrar y recordar”) de Walter Benjamin, en el que dice que “la lengua determinó de forma inequívoca que la memoria no es un instrumento para la exploración del pasado, sino solamente del medio. Quien intenta acercarse a su propio pasado tiene que comportarse como un hombre que excava”. Modiano parte –dice– de unas pocas piezas de un puzzle e intenta, sin forzar nada, juntarlas si es que puede. Como máximo consigue enlazar dos o tres, pero al reconstruir esos espacios de una memoria inconsciente y aparentemente inútil, de algún modo, todo el decorado parisino reaparece con una presencia que no es la del pasado sino la de un presente intenso, vivo, transparente. “Si pudiéramos revivir esas mismas horas, en los mismos lugares y en idénticas circunstancias a las entonces vividas, pero vivirlas de un modo mejor que lo hicimos aquella primera vez, sin los errores, sin los inconvenientes y los tiempos muertos… eso sería como pasar a limpio un manuscrito lleno de tachaduras”. La pregunta podría ser: ¿a quién le compensa ese ejercicio de memoria, esa obsesión de mirar hacia atrás en vez de hacia delante? ¿Y todo para no llegar a terminar, de ninguna manera, el puzzle en que toda vida consiste? Por lo que se ve a Modiano sí le compensa. La pregunta encierra una trampa: no se trata de mirar hacia atrás o hacia delante sino de recrear, a partir de lo visible, a una transparencia que apunta hacia afuera del tiempo. ¿Y qué papel juega aquí el sueño? ¿Y la escritura? Un papel decisivo e interconectado del que ahora no puedo hablar.