Saunders y Buida o la literatura en estado puro

Resulta comprometido señalar quién, cómo y cuándo rompió el molde de la linealidad en literatura (acaso en pintura haya un consenso en que fue Paul Cézanne). ¿Joyce? ¿Flaubert? ¿Cervantes? ¿No lo habían roto antes una constelación de poetas, de Safo a Villon? Al fin y al cabo, ¿de qué se trata cuando hablamos de literatura en estado puro? De un fruto análogo a lo logrado con la tendencia a la abstracción en las artes plásticas. Ahí la forma no viene marcada por el mero uso del color, por el dibujo o por la textura, sino por su densificación. Aquí el elemento central sólo puede ser el lenguaje. La materia prima, el magma que se puede retorcer, recrear, romper y recomponer en cada frase. ¿Que obtenemos al final?  El milagro patente de un sentido que va más allá del significado de las palabras (aunque esté íntimamente relacionado con él): obtenemos no la naturalidad (no es nada natural escribir o pintar así) sino la naturalización, es decir un movimiento de palabras que confluye con el flujo vital y natural del pensamiento y de la expresión, la expresión de un aliento que lo cubre todo, que nos devuelve en efecto la vida en tanto que ésta pasa, anulando todos los muros, las vallas, las puertas que impiden el acceso borroso pero real al corazón de la cosa. Esta maravilla, que es hiperracional mucho antes que irracional, es de lo que podemos degustar con lectura de las obras de dos autores recientemente publicados, Diez de diciembre de George Saunders (Alfabia) y El tren cero de Yuri Buida (Automática).

De la misma generación (ambos tienen alrededor de sesenta años), uno norteamericano otro ruso, uno más autor de cuentos que conforman una autentica novela, otro escritor de novelas hechas a partir de estampas o láminas de un gran biombo, dos virtuosi en la transformación literaria del lenguaje en todos sus planos – del léxico al semántico, pasando por el sintáctico y el gramático–, ambos insertos hasta el tuétano en sus realidades sociales correspondientes, psicólogos del alma, maestros de humanidad, escritores universales traídos al castellano por sendos casino online traductores espléndidos (Benn Clark para Saunders, Julia Dobrovolskaya y José María Muñoz Rovira para Buida).

Diez de diciembre, el conjunto de relatos de Saunders, un libro celebrado por todo lo alto en su país, retrata desde dentro una parte de la sociedad americana, a caballo entre la ruralidad y la sofisticación técnica, despliega a veces desde la primera persona, otras desde la tercera, un concierto de voces que van integrándose en el discurso de las más variadas formas, para contarnos pequeños y grandes hechos puntuales (un sentimiento de pudor, un descalabro emocional, el rescate de un niño en el hielo), interiores en su mayor parte pero también externos, públicos, centrados justamente en las relaciones de unos personajes que son puestos directamente en la escena del discurso, en un juego sin fin de figuras retóricas, de encabalgamientos, de metonimias increíblemente bien recuperadas por el traductor.

El tren cero narra la historia o mejor dicho las historias de un grupo de personas (a las que con frecuencia pensamos que podríamos tocar) varados en una estación abandonada, en la antigua estación del tren cero, la joya fantasmal, empírica y simbólica de un sistema totalitario que anula al hombre en favor del número, la carne en favor del hierro, la mente en favor del acto reflejo. Mientras leía, con un placer creciente, este bellísimo libro, me venía al espíritu una cuestión que sigo sin resolver: ¿cómo puede conseguirse una novela a la vez coral (donde comparece cada fragmento de vida, cada elemento de la vertiginosa multiplicidad del mundo) desde un uso estricto y más que contenido de un narrador omnisciente? Lo ignoro, pero sí puedo afirmar que se trata de un prodigio técnico al alcance sólo de los mejores narradores de todos los tiempos (me refiero por ejemplo al Dostoiewsky de las Memorias del subsuelo o al Faulkner de Mientras agonizo)

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