Acabo de caer en una de esas confluencias que sólo el paso del tiempo por el espíritu de alguien va depositando con la delicadeza negra de una nevada profusa y asfixiante. Una parte del mito kafkiano –la sorprendente y abrupta toma de conciencia de que uno está inserto en un proceso, tan cierto como indiscernible (la causa nunca debe ser revelada; K. no puede defenderse porque desconoce exactamente de qué se le acusa; cuando lo intenta recibe la callada por respuesta), en el que el mundo alrededor, sin dejar de ser un mundo reconocible y ordinario, apunta hacia la destrucción paulatina, insidiosa e inexorable del sujeto – se parece peligrosamente al expediente de la pena “latae sententiae” del derecho canónico. Se trata de una pena que no se impone por ningún juez o tribunal sino que, como en Kafka, emana de la Ley misma (o sea, no existe una garantía procesal de defensa de los derechos, y mira qué justamente todo se denomina “el proceso”). Esta conexión abre caminos concatenados de penetración en la obra kafkiana del máximo interés. Voy a improvisar algunos. El único sentido lógico de algo así sería que el proceso se remita a la relación directa entre la conciencia del individuo y la Ley. Entonces, ¿qué sentido tiene la acción de todos esos seres u homúnculos que se dedican a instigar al acusado? ¿Es que, acaso, están por encima de la conciencia de éste? ¿Se puede declarar como absoluto un precepto de la Ley al margen de su recepción subjetiva? Y si es así, que yo no lo niego, ¿por qué esa resistencia de los comparsas a declarar públicamente el precepto infringido? ¿Delicadeza? No creo. A ojos vista están contemplando la degradación física (y, según su mirada aviesa, moral) del encausado. ¿No les importa o directamente la desean como una rendición de pleitesía hacia la Ley? El Inquisidor Peña escribió esto: “La finalidad de los procesos y de la condena a muerte no es salvar el alma del acusado, sino mantener el bien público y aterrorizar al pueblo”. Y Eimeric apuntala: “Todo lo que se haga para convertir a los herejes es gracia”. En cambio, en un plano distinto pero contiguo, mi amigo el vienés Torello decía: “El santo entra en la Ley, pero bien pronto veremos que se mueve dentro de ella como si la norma no existiese: la ha convertido en vida. El santo, no pudiendo -a causa de su auténtica vitalidad- soportar mucho tiempo el encuadramiento artificioso, la estrechez de las etiquetas, la rigidez de los códigos; se podrá observar, repito, que cambia el ropaje jurídico, filosofa alrededor de la “letra muerta”, se salta sin vacilaciones la norma, en un determinado “caso límite”, para refugiarse en el “santuario de la conciencia”. Muchas veces acaba siendo perseguido por juristas (inquisidores) que se sienten ofendidos, ya que no toleran “excepciones” ni permiten dinamismos “excesivos”, a pesar de tener delante de los ojos -siempre ávidos de claridades practicables- el espectáculo cotidiano de un formalismo en el que, bajo la etiqueta más irreprochable, los “sucedáneos” se multiplican sin fin”. Hay más, muchos más aspectos conectados, claro está, pero el más importante, el decisivo es, para mí, como siempre, ¿qué tiene todo esto que ver con el evangelio de Cristo?