Vila-Matas: Kassel no invita a la lógica (Avance de las primeras páginas)

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Cuanto más de vanguardia es un autor, menos puede permitirse caer bajo ese calificativo. Pero, ¿a quién le importa esto? De hecho, mi frase tan sólo es un mcguffin y tiene poco que ver con lo que me propongo contar, aunque podría ser que a la larga todo lo que cuente acerca de mi invitación a Kassel y posterior viaje a esa ciudad termine por desembocar en esa frase precisamente.
Como algunos saben, para explicar qué es un mcguffin lo mejor es recurrir a una escena de tren: “¿Podría decirme qué es ese paquete que hay en el maletero que tiene sobre su cabeza?”, pregunta un pasajero. Y el otro responde: “Ah, eso es un mcguffin”. El primero quiere entonces saber qué es un mcguffin y el otro le explica: “Un mcguffin es un aparato para cazar leones en Alemania”. “Pero si en Alemania no hay leones”, dice el primero. “Entonces eso de ahí no es un mcguffin”, responde el otro.
El mcguffin por excelencia es El halcón maltés, el film más charlatán de toda la historia del cine. La película de John Huston narra la búsqueda de una estatuilla que fue el tributo que los Caballeros de Malta pagaron por una isla a un rey español. Se habla muchísimo, sin parar, en el film, pero al final el codiciado halcón por el que tantos incluso habían asesinado resulta ser sólo el elemento de suspense que ha permitido avanzar a la historia.
Como ya habrán intuido, hay muchos mcguffin. El más famoso se puede encontrar en el arranque de Psicosis, de Hitchcock. ¿Quién no recuerda ese robo que lleva a cabo Janet Leigh en los primeros minutos? Parece tan importante y acaba resultando irrelevante en la trama. Sin embargo, cumple con la función de dejarnos atentos a la pantalla el resto de la película.
Y hay mcguffins, por ejemplo, en todos los episodios de Los Simpson, donde el preludio que abre cualquiera de ellos muy poco o nada se relaciona con el desarrollo posterior del capítulo.
Mi primer mcguffin lo encontré en Un maldito embrollo, de Pietro Germi, adaptación cinematográfica de una novela de Carlo Emilio Gadda. En ese film, el comisario Ingravallo, cargado de cafés y perdido en el laberinto de su intrincada investigación, hablaba de vez en cuando por teléfono con su santa esposa, a la que no veíamos jamás. ¿Estaba Ingravallo casado con una McGuffin?
Hay tantos mcguffins por ahí que hace sólo un año se infiltró uno en mi vida cuando una mañana llamó por teléfono a casa una joven que dijo llamarse María Boston y ser la secretaria de los McGuffin, un matrimonio irlandés que estaba interesado en invitarme a cenar y no dudaba que yo también estaría encantado de verles y saludarles, pues pensaban hacerme una propuesta irresistible.
¿Eran multimillonarios los McGuffin? ¿Querían, por algún oscuro motivo, comprarme? Eso fue lo que pregunté como reacción humorística a aquella llamada extraña, provocadora, seguramente una broma que quería gastarme alguien.
Normalmente cuelgo de inmediato con una llamada así, pero la voz de María Boston era muy cálida y muy bella y yo, además, en ese momento, tenía un buen humor matinal y jugué un poco antes de colgar y eso me perdió porque le di tiempo a la joven Boston para citarme nombres de amigos comunes, los nombres de mis mejores amigos.
-Lo que piensan proponerte los McGuffin –dijo ella de pronto- es que conozcas, de una vez por todas, la solución al misterio del universo. Ellos la saben ya y te la quieren transmitir.
Decidí seguirle la corriente. ¿Y ya estaban enterados los McGuffin de que no salía nunca a cenar? ¿Sabían que, desde hacía siete años, solía sentirme feliz por las mañanas y por las tardes en cambio me entraba con puntualidad una angustia fuerte que me llevaba a pensar en panoramas negros y horribles y que hacía absolutamente recomendable que no saliera de noche?
Los McGuffin lo sabían todo, dijo Boston, estaban enterados de que era muy reacio a salir de noche. Pero aún así no querían ni imaginar que prefiriera quedarme en casa en lugar de conocer la solución al misterio del universo. Sería muy cobarde si elegía el hogar.
He recibido en la vida llamadas extrañas, pero ésta era de las que se llevaba la palma. Y por si fuera poco, cada vez la voz de Boston se volvía más

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agradable, tenía realmente un timbre especial que me traía recuerdos de algo que no sabía muy bien qué era, pero que me hacía sentirme más pleno de energía y contento de lo habitual en mis mañanas, ya de por sí en los últimos tiempos muy llenas de fuerza y optimismo. Le pregunté si iría también ella a la cena en la que me revelarían aquel secreto. Sí, dijo, tengo pensado ir, después de todo soy la secretaria del matrimonio y estoy obligada a ciertas cosas.
Minutos después, habiéndole sacado un buen partido a mi estado optimista, ella había ya logrado convencerme plenamente. No me arrepentiría, dijo, el enigma del universo bien valía un esfuerzo. Ya cumplí años el mes pasado, dije, te lo comento por si alguien se ha equivocado de fecha y me ha preparado una fiesta sorpresa de aniversario. No, dijo Boston, la sorpresa está en lo que van a revelarte los McGuffin, no te lo esperas.

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Y así, tres noches después, acudía puntual a la cita, a la que no se presentó el matrimonio irlandés, pero sí Boston, joven luminosa, alta, de cabello negro, muy negro, vestido rojo y maravillosas sandalias doradas, inteligente y lista a la vez. Mientras la miraba, no pude ocultar un lamento interior, que de una manera intuitiva ella, en plena juventud, captó; supo que a mí me ocurría algo relacionado con la edad, el hondo abatimiento y la pena de las cosas.
Sin duda no la había visto antes en mi vida. Tenía, como mínimo, treinta años menos que yo. Disculpa por el enredo, la maraña, el ovillo, dijo nada más saludarnos. Pregunté de qué maraña, de qué ovillo me hablaba. ¿No lo ves? Te he enredado, no existen los McGuffin, dijo. Y explicó que actuar al modo de un ovillo, enredándolo todo, le había parecido la mejor forma de lograr que le hiciera caso, pues intuía que, teniendo yo fama literaria de excéntrico, una llamada extravagante podía despertar más mi curiosidad y lograr el difícil objetivo de que yo saliera de noche.
Tenía que verme en persona para hacerme una propuesta, pues temía una respuesta no adecuada si la hacía por teléfono. ¿Y de qué propuesta quería hablarme? ¿No sería la misma que tenían que hacerme los McGuffin? Se sentía ante todo feliz, me dijo, al saber que disponía de tiempo por delante para poder plantearme la propuesta que sus jefas, Carolyn Christov-Bakargiev y Chus Martínez, comisarias de Documenta 13, le habían encargado trasladarme.
Entonces, dije, los McGuffin son Carolyn y Martínez. Sonrió. Exacto, dijo, pero ahora me gustaría saber si oíste hablar de la Documenta de Kassel. Había oído hablar mucho, dije. Es más, algunos amigos en los años setenta habían vuelto de allí transformados después de haber visto obras de vanguardia prodigiosas. De hecho, Kassel era, por este y otros motivos, todo un mito de mis años de juventud, un mito no destruido; era el mito de mi generación y también, si no me equivocaba, de las generaciones que siguieron a la mía, pues cada cinco años se concentraban allí obras de ruptura. Detrás del mito de Kassel, terminé diciéndole, estaba, el mito de las vanguardias.
Pues tenía el encargo, dijo Boston, de invitarme a participar en la Documenta 13. Como podía ver, añadió, no me había precisamente mentido cuando me habló de una propuesta irresistible.
Me sentía feliz por aquella propuesta, pero contuve el entusiasmo. Esperé unos segundos para preguntar qué se esperaba de un escritor como yo en una exposición de arte como aquella. Que yo supiera, añadí, los escritores no iban a Kassel. Y los pájaros no van a morir al Perú, dijo Boston, demostrando ser muy ágil respondiendo. Una buena frase mcguffin, pensé. Siguió un breve, intenso silencio, que ella rompió. Le habían encargado pedirme que a finales del verano de 2012, a lo largo de tres semanas, pasara todas las mañanas en el restaurante chino Dschingis Khan, en las afueras de Kassel.
-¿Chingis qué?
– Dschingis Khan.
-¿En un chino?
-Sí. Escribiendo allí a la vista del público.
Dada mi inveterada costumbre de escribir crónicas cada vez que me invitan a un lugar extraño para que haga allí algo raro (con el tiempo me he dado cuenta de que en realidad todos los lugares me parecen extraños), tuve la impresión de estar viviendo una vez más el comienzo de un viaje que podía acabar convirtiéndose en un relato escrito en el que, como era habitual, mezclaría perplejidad y vida suspendida para describir al mundo como un lugar absurdo al que se llegaba mediante una invitación muy extravagante.
Miré por momentos a los ojos a Boston. Parecía que ella lo hubiera hecho a propósito para que yo acabara escribiendo un largo reportaje sobre una invitación rara a Kassel para trabajar en un chino a la vista del público. Desvió la mirada. Y eso era todo, dijo, no había más, sólo me pedían Carolyn y Chus y todo su equipo curatorial que me sentara todas las mañanas en una silla del restaurante chino y llevara mi actividad normal de un día en Barcelona. Es decir, sólo me pedían que escribiera y, eso sí, procurara relacionarme con quien entrara en el restaurante y quisiera hablarme, pues no debía olvidar nunca que “interconectarse” iba a ser un concepto y una recomendación muy común dentro de la Documenta 13.
Y que no pensara, dijo, que yo era el único escritor que iba a hacer aquel número, pues habían previsto invitar a cuatro o cinco más; europeos y americanos, quizás un par de asiáticos también.
Me agradaba que me reclamasen desde Kassel, pero no la historia de tener que sentarme tres semanas en un chino. Eso lo tuve claro desde el primer momento. De modo que, aún temiendo que acabaran retirándome la invitación, me sentí obligado a decirle a Boston que la oferta me parecía demasiado escuálida y debía por tanto pedirle que les transmitiera a Carolyn Christov-Bakargiev y a Chus Martínez que ya la sola idea de que centenares de abuelos alemanes del Imserso pudieran bajar de autocares para ir a un restaurante a ver lo que yo escribía y a interconectarse conmigo, me había dejado literal y mentalmente descoyuntado.
Nadie ha hablado de abuelos alemanes, me corrigió Boston, un tanto severa de repente. Era verdad, nadie había hablado de abuelos ni del Imserso. En cualquier caso, le dije, agradecería una intervención mía en Kassel de otro estilo, dar allí una conferencia, por ejemplo, aunque ésta tuviera que darla también en el antro chino. Una charla sobre el caos en el arte contemporáneo, dije en plan conciliador. Nadie ha hablado de caos, intervino Boston. Era verdad, nadie había hablado de caos y lo más probable era que yo tuviera un viejo y burdo prejuicio contra el arte contemporáneo y fuera de los que creían que éste en la actualidad era un verdadero desastre o una tomadura de pelo, o cualquier cosa de éstas.
De acuerdo, asentí de golpe, no hay caos en el arte actual, ni crisis de ideas, ni atasco alguno. Dije esto y luego accedí a ir a Kassel. De inmediato sentí una honda satisfacción; no podía olvidarme de que más de una vez había soñado que los vanguardistas me consideraban uno de los suyos y un día me invitaban a Kassel.
Pero, a todo esto, ¿quiénes eran los vanguardistas?

Pié de foto: y hablando de vanguardias, conste que el señor de la imagen, no es Chaplin sino el mismísimo Paul Cézanne.

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