El dios detrás de la ventana (Michael Krüger)

El comienzo de la calle Velázquez de Madrid es un rincón extraño, casi mágico. Ignoro de qué modo están programados los semáforos de la calle de Alcalá (la única desde la que se accede a ese torrente que cruza de principio a fin el Barrio de Salamanca) pero lo cierto es que, alternativamente, se ven pasar a los coches al galope e, inmediatamente después, por unos minutos, que a mí me han parecido a veces abstractas edades, uno se encuentra allí completamente sólo, en plena ciudad, a la sombra de los castaños del Parque del Retiro, y puede cruzar el antiguo bulevar a paso lento como en un sueño; más de una vez al dirigirme hacia La Corralada desde el Wellington me he vuelto y me ha parecido ver despuntar el Torreón sobre el hotel viejo, y entrever a Ramón Gómez de la Serna jugar a vestir y desvestir sus muñecas y sus textos. Tras una conversación de dos horas, nos levantamos de una terraza en la segunda manzana de los números impares, frente al imponente edificio de Mathet hijo (en los números 14-16), y Michael Krüger me dice, mientras miraba las admirables proporciones de una arquitectura colorista y a escala humana: “En todo Múnich no encontrará Ud. un solo edificio como éste”. Krüger, el mítico director de la editorial alemana Hansel, el editor de Canetti, de Cioran y de Julien Green, presentaba El dios detrás de la ventana, un nuevo libro de relatos que la editorial La Huerta Grande acaba de publicar.
Como si quisiera advertirme desde el minuto uno, mientras sacaba yo un papel en el que apuntar cuidadosamente sus respuestas, me suelta que prefiere que no le pregunte “por su fina ironía”. En concreto me dice que “hace tiempo que las pilas de la ironía están en mí completamente gastadas. Solo me interesa la verdad”. Lo cierto es que yo no pensaba hacerlo: comenzando por el título del libro, casi nada en su él me parece irónico; si acaso, sarcástico, lo que siempre demuestra ser una actitud humana desacorde con la ironía. Yo lo que siento todo el tiempo, en esas historias más narrativas que reflexivas, es la nostalgia depresiva de una voz para la que, aparentemente, ya nada merece la pena. “Exacto, me dice. Por ejemplo: cuando hablo de mi abuelo, en “El ojo de cristal”, digo eso, pero también he escrito que para mi abuelo “lo único por lo que merecía la pena seguir en el mundo era yo” (119). “Pues no es poco”, le respondo. “Me crié con mis abuelos en un pueblo muy pequeño y muy pobre. Era después de la Guerra y les habían desposeído de su granja y confinado en una habitación estrecha. Eso añadía pobreza a la miseria. Dormíamos los tres en la misma cama. Era cerca de Buchenwald y de Weimar. En la casa sólo había dos libros. La Biblia, de mi abuela. Y un tratado de botánica, de mi abuelo. Eso marcó mi vida. Y sobre todo eso, un hecho que ahora me viene constantemente a la cabeza: en medio de aquella vida, dura para todos menos para mí que me sentía querido, yo oía a mi abuela hablar directamente con Dios. Se dirigía a Él primero con delicadeza pero después le regañaba. Cuando terminaba de quejarse, le decía que no obstante le daba las gracias por haberles mandado a su nieto. Era yo. Eso no se me olvidará nunca. En ese último relato del libro está Alemania. Está todo, porque está mi infancia”.
En los relatos de El dios detrás de la ventana casi todo comienza con un mal entendido, las historias se desarrollan a trompicones y acaban sin acabar. Los personajes están enfermos o atribulados y con poco que hacer, lo que Krüger y yo convenimos que, llegada una edad, no tiene nada de particular. El único que se declara feliz es un escritor que ya no tiene nada que escribir. La mirada del narrador, en sus momentos más lúcidos e incisivos, despliega el horror ante el mundo y las cosas (sean unas bicicletas, una pizzería mediocre o la pantalla un teléfono móvil). La vida es una fantasmagoría. Y ese horror es de naturaleza metafísica, el peor de los posibles. Es como si el deus occasionatus de Nicolás de Cusa no aprovechara el instante para implantar en la realidad a lo finito. Entonces, ¿qué queda? “La música me mantiene con vida – dice el abrazárboles, el protagonista de otra historia central en el libro” (44) La música, sí, y también el deseo erótico que asoma en las mejores páginas, revelan que acaso hay alguien mirando detrás de la ventana ante quien uno puede expresar discretamente un elogio o una queja.

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