SU ESPOSA HABÍA DICHO: “Si no la dejas, me tiro por el balcón”. Él no la dejó y su esposa se tiró por el balcón”. En un comienzo formidable -con eso Tito Monterroso hubiera perfeccionado un microrrelato– se contiene la novela entera El día del entierro de Edith Wharton (Breviarios del Rey Lear, 2013). Las manos expertas de la narradora neoyorquina afrancesada escriben una historia dura, moral en el sentido moral de palabra. Ambrose Trenham enseña en una Universidad del noreste del país. Está infelizmente casado y un buen día en el tren de vuelta a casa habla con una mujer más joven; deciden apearse una parada antes de su destino y volver caminando juntos: desde ese día se hacen amantes, cosa que la mujer de Ambrose descubre y, sumida en la pena, tras varias amenazas, ésta decide quitarse la vida. En pocas páginas Wharton recorre la mente dolosa del amante que primero quiere romper con la joven (causante según él del trágico final de la esposa) y más tarde se da cuenta de que, de hacerlo, la soledad alcanzaría para él el límite de lo humanamente soportable. En un breve instante cambia radicalmente y pasa de querer romper la relación a ofrecerle matrimonio a la mujer amada. No debo desvelar nada más. Por el tamaño, por la precisión y la agudeza con la que se nos presenta la imagen de una pareja sumida en la confusión, este relato podía compararse con uno de esos pequeños cuadros holandeses en los que la transparencia de lo que vemos oculta y manifiesta los más recónditos ámbitos de la vida interior de unas pocas figuras humanas. Y qué decir del final de esta historia, incierto y magistral. Wharton era persona tan libre e inteligente que sabía que, mucho más allá de los razonamientos liberales en los que creía, pesaba como un plomo sobre su vida la sombra ancestral de la culpa. La oscuridad temible que yace en nosotros. Aquello que, para ser realmente nuestro, ha de ser extraído de ese pozo por cada uno a fuerza de examinarse y de razonar.