François Sureau es un escritor francés no muy conocido. Carece de excesivas pretensiones y eso le hace más libre. Acabo de leer Le chemin des morts (Gallimard, 2013), pero me dicen que su retrato de San Ignacio de Loyola (Inigo, Gallimard, 2010) es excelente también. Me apresuro a leerlo. Este otro relato me ha interesado. Es la historia de un letrado (el propio Sureau) que asesora al Presidente del Comité Francés de Refugiados Políticos. Un buen día, un vasco, exiliado y prófugo de Franco, solicita que se le renueve su estatuto ya en plena democracia española. Jurídicamente la petición carece de fundamento, a pesar de que existe la sospecha de que los GAL están conectados con el Ministerio del Interior. Otra hazaña de Felipe González. Una vergüenza histórica de la que no se habla lo suficiente. En su alegato, el vasco indica al tribunal que si vuelve lo van a matar. Los miembros del Tribunal se ofenden ante esta consideración, pero en efecto a los pocos días de regresar (ya que se le denegó el asilo), en las calles de Pamplona,
el tipo cae asesinado. Aquel hombre había participado en el asesinato de Melitón Manzanas. Después rechazó la violencia etarra de un modo público. Cuenta Sureau que entre cada casa vasca y el cementerio del pueblo o de la ciudad hay trazado un camino, invisible pero real, que se recorre cuando alguien fallece. El camino de los muertos. Pienso yo en cambio que hay muchos “caminos de muertos” como hay muchos “caminos de vida”, cada cual tiene el suyo (los vascos parecen pensar que cada familia tiene el suyo, el que va desde la casa en cuyo dintel suelen estar inscritos los nombres del padre y de la madre, en pie de perfecta igualdad), como hay muchas lenguas (Sureau no quiere perdonarse, pasado el tiempo, el hecho de que el vasco hablase “nuestro francés”), y no una: todo – toda creación– es un camino de separación, una emanación del Dieu separé del que hablaba Jules Supervielle en Oublieuse mémoire.