No conocía, cuando escribí Órdago, el cuadro de Velázquez Cristo contemplado por el alma cristiana. Está en la National Gallery de Londres y no veo el momento de poder mirarlo de cerca. Muchas son las razones por las que, de haberlo tenido entonces presente, habría meditado sobre esa tela y reescrito varios pasajes del libro. Representa el diálogo más sublime que puede darse en la vida: el del alma de cada uno con el alma del Cristo (otro cuadro del genio español, San Juan en Patmos, muestra que ese mismo es el sentido último de la escritura; qué bien lo expresaron Pascal, Hopkins o Dostoiewski). Lo decisivo, lo universal, lo que va más allá la dimensión religiosa del cristianismo, tiene que ver con la experiencia humana de que a la verdad (y a la salvación que implica la verdad) se llega a través del dolor. Yo añadiría que son los demás (la mayoría) los que, no pudiendo soportar ciertas dosis de realidad (Eliot), provocan ese daño, consciente o inconscientemente; y conste que todos podemos, en un momento dado, ser verdugos para el prójimo. El camino de la verdad resulta siempre un viacrucis, dijo una mística contemporánea. Y Unamuno escribió que “vela el Hombre, desde su cruz, mientras los hombres sueñan”. El genio de Velázquez brilla también al representar al alma como a un niño, y un niño acompañado de su ángel de la guarda, el intermediario en el camino de la verdad.