En Decir noche (Eutelequia, 2012) una narradora, que no es nadie más allá de las palabras que pronuncia, observa y medita sobre la existencia de un tal Lord Chandos, personaje creado por el escritor austríaco Hugo von Hofmannsthal. El tal Lord ha escrito una famosa carta al canciller inglés Francis Bacon en la que le expresa cómo ha llegado en su creación poética a un punto final, a un recodo de afasia y a la imposibilidad de referir nada con palabras, hasta el punto de que ya no se siente capaz siquiera de “decir noche”. Chandos ha quedado enrrejado en un férreo bucle que le tapa la boca y que le impide siquiera nombrar el sentido primero de esa palabra (el momento postrero del día) y a fortiori extender sobre ese término los infinitos, recónditos e indispensables sentidos figurados: la falta de luz y la desazón pero al mismo tiempo la anchura liberadora y abismal del azur del cielo y del fondo de los antiguos escudos de armas. Las palabras, carentes del recurso inmediato a la denotación, se han agotado para siempre. Ese vacío, que es epistemológico y a la vez existencial, está en el centro originario de un cruce de corrientes literarias que ha presidido lo mejor de la creación poética de la modernidad europea. Elisa Rodríguez-Court lo sabe porque lo ha experimentado de primera mano como lectora constante, metódica y apasionada. Por eso, a la vez que medita sobre el lado abismal de la falla encontrada (y considerablemente aumentada) por Hofmannsthal, desplegando todas las facetas desoladoras de una civilización que parece abocada a la barbarie que significaría la muerte definitiva del verbo, establece como contrapunto la corriente alterna que “el abismo de la palabra” ha conseguido liberar: el venero de aquellos que, conscientes de la desolación verbal, han tomado el vacío como un lugar común del que partir a la aventura y a la búsqueda del ser. La lista de los no desencantados, de los no resignados, de los no obstante conscientes del vacío no es interminable pero sí ilustre. Por haber sondeado el abismo como nadie, por haber bebido en los ríos del dolor y la desesperanza, manteniendo intacta la sed, Emily Dickinson preside la cofradía de los escritores que yo llamaría ilusionados: Flaubert, Barnes, Borges o Vila-Matas pero también Lewis, Marguerite Duras, Roberto Juárroz o el propio Claudio Magris que fue el primero que puso las bases teóricas de un fenomenal debate poético. En el otro lado, no menos admirable van apareciendo, para acompañar al Lord, Melville y Walser, Wittgenstein o Sandor Márai. Nada tiene la narradora contra ellos: al contrario, les agradece la labor de depuración que han realizado, el modo incorruptible con el que se han enfrentado a la nada, quitando la insufrible roña del realismo, despejando el camino para los que veníamos detrás y liberando nuestro tiempo del todo.
¿Y dónde se sitúa la narradora? ¿Y la autora? Por de pronto no es lo mismo lo uno que lo otro. La narradora es fiel a su compromiso de no ser nadie, de no entrometerse ni asomar el siempre deforme rostro del yo ególatra. Resulta impecable su paso por todos los aleros temporales del jardín; casi casi se convierte en una de las estatuas sin ojos que lo adornan. Espía delicadamente poniendo toda la atención del mundo. De la autora, en este aspecto crucial, prefiero no arriesgar ningún juicio de valor. Tal vez habría que preguntárselo al poeta futurista Julien Gaul. Yo me limito a señalar de paso que pocas veces había encontrado una comprensión tan hondamente abierta de semejante núcleo poético. Y a añadir que tal vez haya una tercera vía.
Cada capítulo (son breves), cada párrafo, cada frase y casi cada palabra sugiere con una delicadeza de otro tiempo mil cosas y abre un fecundo diálogo. “Decir noche, pienso, y cierro los ojos. Me los cubro con una mano. Así, añadiendo oscuridad a la oscuridad, me adentro en un espacio más allá de lo visible.” Son las primeras palabras del libro, y en cuanto las lees todo alrededor cambia. Añadir oscuridad a la oscuridad. Para llegar a lo que no sabes tienes que ir por donde no sabes. La lógica nocturna de este libro me resulta acogedora y familiar. Podría decir que Decir noche es un libro místico y no me equivocaría, pero lo importante es explicar bien porqué lo es. Recuerdo una definición de la oración que me ha resultado válida. La oración es un viaje divino. Lo dice Teresa en Camino de perfección a la altura del capítulo 21. ¿En qué consiste ese viaje que hace que algunas personas, sin moverse del umbral de la puerta de su casa, sean los verdaderos nómadas del siglo XXI? ¿Hacia dónde viajan? ¿Qué puertas, de la ley o del corazón, están constantemente franqueando? Son las puertas y ventanas del que busca lo que no conoce. Nadie – nos recuerdan los escoliastas– puede buscar algo si no fuera porque lo ha perdido. No se puede buscar algo si no se sabe qué se busca y se intuye de algún modo lo que se va a encontrar. Ahí está la mística, la oscuridad griega: hay quienes, como Elisa Rodríguez-Court, buscan justamente aquello que desconocen de forma absoluta y radical.
Parece un libro muy interesante. Trataré de ir a su presentación en el Círculo Cultural de Telde, allí donde el poeta Luis Natera Mayor ya no podrá estrenar el nuevo local. Espero que esa mezcla de sentimientos me devuelvan la palabra. Gracias.