Ray había pasado la noche vomitando. Ni un solo momento de tregua. A las dos de la madrugada le dijo a T. que le dejara, que se fuera a dormir a la sala. Quedarse solo le alivió durante un tiempo, pero después volvieron las arcadas, el dolor y los vómitos. Había decidido no tomar más pastillas. No le hacían nada. Se había sorprendido últimamente por tener una capacidad de decisión que tanto le había faltado en la vida. Ahora había cosas que no estaba dispuesto a dejar pasar. Él sabía mejor que nadie lo que le aliviaba. Y no era precisamente el caso de las pastillas.
Eran ya las cuatro. Hacía calor en Port Angels. Se revolvió una vez más entre las sábanas y dejó una pierna al descubierto. La vio tan flaca que no pudo sino pensar en los cientos de veces en que había lamentado su gordura. Era de esas cosas que a lo largo de la vida le habían puesto de mal humor. Y ahora estaba ahí su pierna raquítica y sin pelos.
Una brisa fresca entraba por la ventana. El visillo dejaba pasar la luz azul de un farol de la calle. Desde que llegaron del viaje, dos semanas atrás, cada noche había sido peor. A lo mejor era un castigo; en el viaje a Reno habían cruzado la última frontera. “En el fondo, sigo igual que siempre, con los mismos pensamientos lúgubres”, pensó. Todos creían que lo de Reno había sido idea de T. Otra vuelta de tuerca para asegurarse la herencia. La gente habla. En estos momentos, aquello era lo de menos. Su abuelo decía que lo más difícil era que a uno le dejaran morir tranquilo. Desde la boda había comprobado la crueldad de la gente.
Había sido idea suya. Un último homenaje a Chéjov, algo como lo del champan descorchado in extremis en Badenweiler. Un canto de cisne pero lanzado a la vida. No se conformaba con un sencillo gesto como aquél. Quería algo grande. Algo que contradijera lo que había sido su vida. Un símbolo. Y qué mejor símbolo que una boda. Con una ceremonia “lujosa y hortera” le había dicho a T. Por eso se habían vestido de blanco: ella con un vestido de 1000 dólares y él con un traje estilo Elvis.
Alguien les había hablado de la Heart of Reno Chapel. En la agencia les garantizaron el servicio más completo. Incluía el discurso nupcial del famoso reverendo Dog. Se había encargado personalmente de contratarlo todo. En esto no se fiaba de T., siempre tan prudente a la hora de gastar el dinero.
Apenas conservaba imágenes de la semana en Reno. Recordaba vagamente aquel falso sermón y la cena de ocho platos en el Gran Hotel de Reno. Apenas nada, si exceptuamos la euforia que había sentido nada más bajar del avión y, por supuesto, la conversación con T. la víspera de la boda, cuando ésta se empeñó en que le contara por enésima vez el episodio de la lavandería. Era la hora de la siesta. Llevaban allí dos días, jugando en el casino, haciendo tiempo, comprando la ropa para el casorio. Ray estaba eufórico esos días. Le había repetido a T. que aquello era algo grande, algo épico. “Estamos haciendo historia”, llegó a decirle. Por eso le extraño aún más la reacción de T. La obsesión con el pasado, cuando él sólo estaba interesado en el presente, y ni siquiera demasiado. Pero tal vez a pesar de todo T. se había sentido sola. O no reconocía a su amante en aquel estado de desinhibición. Quizás temía que le diese por beber o, simplemente, presentía su muerte.
Sea como fuere llegó hasta su cama en plena siesta y le pidió que le contara lo de la lavandería. En realidad quería saber una cosa: ¿por qué, a pesar de sus muchos ruegos en contra, tuvo que publicarlo? ¿por qué le había desoído? En efecto ella le había pedido que no lo publicara. Sin saber porqué, aquel escrito insignificante, le hacía daño. Tampoco él entendía que pudiera esconderse detrás de esas pobres líneas.
A estas alturas, el lector estará deseoso de conocer el relato en cuestión. Como es un poco largo, vamos a resumirlo. Carver lo escribió o tal vez sería más preciso decir lo publicó a la altura de 1982, aunque naturalmente el suceso se remonta mucho tiempo atrás, en concreto a los primeros años de matrimonio de Ray. Curiosamente el texto trata sobre influencias literarias. Alguien le había pedido que describiera su formación como escritor. Sus influencias literarias, en concreto.
Pero Carver comienza diciendo que no sabe nada de influencias literarias. Así, como suena. Sobre la influencia de la literatura en su vida no tenía nada qué decir. Nada de presuntuosas afirmaciones estilo “Doblatov cambió mi vida” o “entonces fue cuando aprendí chino antiguo para leer a Tao Han”. Lo cierto es que Carver tenía mala memoria y no recordaba nada sustancioso en ese aspecto. Tampoco recordaba apenas nada de su infancia. Pobre Freud. Sus recuerdos comenzaban con su matrimonio y con el nacimiento de sus hijos. Entonces cuenta la historia de lavandería.
Vivían en Iowa City. Ray y su mujer eran pobres y tenían dos hijos. Mantenían sus sueños y grandes planes y trabajan a destajo en lo que salía. Era sábado por la tarde. Su mujer hacía el turno en el bar de la universidad y Ray permanecía al cuidado de los niños. Los había dejado en un cumpleaños y aprovechaba el rato haciendo la colada en una lavandería. Estaba llena de gente y no era sencillo hacerse con las dichosas máquinas. O las lavadoras no funcionaban, o carecía de las monedas necesarias, o al fin las secadoras estaban ocupadas. Se hacía tarde. Tenía que recoger a los niños que a estas alturas se habrían quedado sólos con los dueños de la casa. Abatido, tan sólo pensaba en volver a casa, acostar a los niños y ponerse a beber. Entonces, tras unos momentos de intensa desesperación y angustia, cuando sentía como nunca el enorme peso de la vida, tuvo una visión.
Carver había interrumpido llorando la escritura de aquel breve ensayo. Las lágrimas no le dejaban ver nada. Aquello puso a T. sobre la pista de que se trataba de algo grande. Algo de lo que no obstante se sentía excluida.
Aquella tarde en Reno volvió sobre el viejo tema. Pero Ray estaba cansado y la verdad es que en un primer momento ni le contestó. Él había cambiado; no quería volver sobre aquello, y menos en Reno. Ahora no creía en nada y en cambio era feliz. Todo había quedado atrás, olvidado como el whisky. De hecho era la misma clase de material de distracción. Otra adormidera. Ahora quería concentrarse en la boda con T., apurar este último y postrero bouquet que se le ofrecía.
Estrechó a T. contra sí con ternura y comprobó que estaba temblando. De forma natural le pasó a él su miedo. Por un momento, pensó que se le hundía el mundo bajo los pies. T. seguía llorando a su lado hasta que por fin se quedó dormida. Con un esfuerzo sobrehumano –aquel dolor permanente en el pecho le estaba matando- se incorporó sin hacer ruido y llamó a la recepción. Encargó para esa noche una limusina blanca y reservó mesa para dos en el Gran Casino. Jugarían de lo lindo a la ruleta. T. adoraba la ruleta.
Entonces sacó de una carpeta dos hojas con el sello del hotel y se dispuso a escribir un poema. Era un poema triste. Hablaba de la soledad de T. cuando él hubiera muerto. “Dormir y olvidarlo todo durante unas cuantas horas”, era el primer verso. Lo escribió de un tirón sin rectificar nada. Lo releyó y le gustaba. “Irresistible como la marea” era su título. Se lo daría a T. durante la cena. Ella adoraba esa clase de regalos.
Dos horas más tarde esperaban la limousine en el hall del hotel. Permanecían en silencio, cogidos de la mano. Carver conocía demasiado bien a su mujer y sabía que antes o después volvería sobre el episodio de la lavandería. Estaba preparado para ello. Había metido el poema en el bolsillo.
El chófer llegó por fin. Bajó y les abrió ceremoniosamente la puerta trasera. Se acomodaron uno enfrente del otro. En Reno resulta absurdo pedir un coche. Pocos minutos después la limousine se detenía frente a la entrada del casino.
Se dirigieron directamente a la ruleta. Apostaron fuerte. Ganaron. Estaban en racha. Era un buen presagio. Pagarían la cena y el coche y aún les sobraba buen dinero. T. hizo aquellos cálculos con rapidez. Por un instante se disiparon todos los temores, pero T. sabía qué falsa era la seguridad del dinero.
Cenaron bien, sin prisa, sin sobresaltos. Hablaron del libro que entre los dos estaban componiendo. Un libro con poemas de Ray intercalados con fragmentos de otros escritores. Chejov, sobre todo, y Tranströmer. Un viático para aquellos días de enfermedad de Ray. Fue entonces cuando alargó la mano y sacó el poema del bolsillo. T. insistió en leerlo en bajo. Ese silencio aterraba a Carver. Por eso dijo: “No sé si funciona”.
Por fin T. elevó la vista sobre el papel y sonrío. No había entendido nada. Sabía que el poema hablaba de ella pero le pareció algo confuso. Como una suave niebla de verano. Como la enfermedad y la muerte. No pensó en el libro que estaban componiendo. Era un desahogo, un poema malogrado. Por alguna razón oscura lo asoció con la lavandería. Después de todo, no quería volver sobre eso. Volvió a mirar a Ray con ternura. “Sí funciona”, dijo. “Lo has logrado”. Carver le repitió que estaban haciendo historia.
No era el dolor. Era el recuerdo vago de Reno lo que le impedía conciliar el sueño. Los recuerdos queridos le había traído otra noche de insomnio en Port Angels. Raymond Carver vivió otras tres semanas. Nunca más habló con T. de la lavandería de Iowa City. Nunca más habló con nadie de aquella visión y de lo que entonces se le reveló sobre la vida.
(Mi relato ha aparecido en el número 27 de la revista Sibila, de abril de 2008)