La foto de mi perfil forma parte de una imagen más amplia, en la que salimos toda la clase del colegio madrileño en el que estudié. La foto está tomada en la primavera del último curso, de C.O.U. Acabamos de festejar precisamente los XXV años de nuestra promoción (o sea que terminamos en mayo-junio del 1983). Por una de esas afinidades electivas en la que no sé si habría caído en su momento, me tocó sentarme al lado de mi amigo Enrique. Creo que puedo seguir afirmando, un cuarto siglo más tarde, que se trata sin lugar a dudas de mi mejor amigo, seguramente el gran amigo que uno tiene una vez en la vida. En otra foto de éstas que he guardado, la que nos hicieron en Saint Edmund´s College, en el condado de Hertsforshire, con apenas doce años, compruebo que estoy al lado de otro gran amigo, Michael Wight, una persona maravillosa nacida en Cayman Islands. Esa amistad fue de muy distinto tipo pero todavía conservo en mi corazón su intenso calor; pienso que seguramente la posición frente al fotógrafo no fuese en ninguno de los dos casos tan aleatoria.
Conocí a Enrique, precisamente a la vuelta de Inglaterra. Lo primero que supe de él es que provenía del Ampurdán (un espacio mágico para mí: ahí han nacido dos de las personas que más quiero in the entire world, y curiosamente se parecen mucho entre sí). Creo recordar que no sintonizamos a la primera, pero cuando lo hicimos la cosa fue muy a fondo. Su madre, mujer sabia, solía decirle a la mía que le admiraba la compenetración que teníamos los dos. Salvo en que compartimos el mismo sentido de la vida, somos distintos en casi todo, pero en efecto la mutua simpatía y admiración era total: esa comprensión abría entre nosotros un enorme espacio. Nunca nos hizo falta una cercanía física, ni un exceso de trato. Sencillamente estábamos unidos, donde quiera que cada uno se encontrase en cada momento. Se casó con una mujer a la que quiero especialmente, y sé que a él le ocurre otro tanto con la mía. Llevamos un lapso de tiempo sin vernos pero no hay un sólo día en el que no piense en él una o varias veces, siempre con el mismo afecto. Y es que el respeto ha sido la nota de nuestra amistad. Nunca hemos chocado en nada porque hemos protegido mutuamente la libertad del otro. Frente a todo y a todos. Una maravilla que no acabo de comprender ni de explicarme.
Siempre admiré a Enrique: no era el alumno más aplicado de la clase, pero era la personalidad más rica. Una profundidad de pensamiento que los demás (yo el primero) no rozábamos. Una intuición portentosa. Mucha información y un equilibrio interior del que siempre he buscado contagiarme. Me he reído con Enrique como no lo he hecho con nadie, con frecuencia ante el asombro de terceros, cosa que se explica por la empatía a la que me refería antes, y hay que añadir que con frecuencia nos reíamos el uno del otro. Pero sobre todo lo anterior destacaban algunas virtudes morales como la elegancia y la generosidad, la bondad en una palabra. Podría contar muchas cosas de su vida pero no lo voy a hacer aquí porque no quiero molestarle (y sé que sin duda lo haría).
Pues en efecto se celebró el aniversario de la promoción del colegio y ni Enrique (creo) ni yo asistimos. Como pensé que él no iba a ir, yo también me quedé en casa. Al fin y al cabo era a él a quien hubiera querido ver. Antes he dicho que éramos muy distintos, salvo en lo que se refiere al sentido de la vida: los dos somos muy independientes. Odiamos las formas. El lujo y lo vulgar. El trato puramente social. Lo aparente y lo colectivo, lo extra-ordinario y lo que se da por supuesto. También coincidimos en no necesitar nada más que un afecto verdadero para sentirnos extraña y plenamente “realizados”.
Desconozco las razones por la que Enrique (en el caso de que así haya sido) no fue a esa cita. Quizás se trataba de motivos puramente circunstanciales. Quizás pasó por su cabeza algo que yo he pensado estos días. Ese aniversario a fecha fija no tenía mucho sentido en nuestro caso. El verdadero aniversario tuvo lugar el año anterior, y acaso fuimos pocos los que lo celebramos. Me explico: aquel último año de colegio fue para nosotros un año muerto. Nosotros vivimos realmente, con esa despreocupación y languidez que se experimenta una sola vez en la existencia, durante el año anterior. En unos pocos meses experimentamos algunas de las cosas mejores de la vida: la inocencia, la entrega incondicional, la pasión intelectual y el descubrimiento del amor. Estoy seguro de que mi amigo Enrique sabe muy bien de lo que hablo.