Sin tiempo para el adiós (Mercedes Monmany)

Una buena manera de entender un libro, y de hacerlo propio, puede consistir en tratar de representárselo plásticamente, a través de un color o de una forma. Sin tiempo para el adiós se ofrece al lector como un mural gigantesco, una megalografía de las que han estado presentes en la tradición occidental, al menos desde la cultura romana, y de las que Vitrubio pensaba que era más importante el tema plasmado que el tamaño de las pinturas que engalanaban un muro. En parte, la autora de este ensayo, a la a vez totalizante y fragmentario, sabiendo que se trata de un esfuerzo titánico, da la impresión de que no quiere dejarse nada de lo esencial en relación con el tema, como si estuviera contestando por la única vía transitable –la de la memoria y la compasión– al angustioso dictum según el cual después de Auschwitz ya no es posible la poesía.

Y es que se trata de una forma adecuada de abordar el exilio en la literatura del siglo XX, yendo uno por uno contando cada caso, con idéntica paciencia y pasión, para narrar el curso de esos cientos de vidas de escritores –epítome de las de millones de seres humanos sometidos a la barbarie– que, además de sufrir la suerte de cualquiera de sus semejantes, hicieron el esfuerzo más que meritorio de dejar constancia escrita de su destino.

Cualquiera de los muralistas mexicanos del XX hubiera deseado trabajar a partir de una materia prima como la que Mercedes Monmany ha sido capaz de atesorar en su libro, pero haría falta la sutil capacidad de abstracción de un Christian Boltanski para plasmar en una imagen múltiple el infierno por el que hubieron de pasar las mentes más civilizadas del siglo pasado.

En la parte izquierda de ese muro, en el que van apareciendo esos héroes de la libertad y el pensamiento humano, tenemos a las víctimas del horror nazi. Ahí están cientos de poetas enracimados en torno a los Mann, Klaus en este caso, a los Robert Musil, Egon Kisch, Ödön von Horváth, Stephan Zweig y Joseph Roth, Jean Améry, Alfred Polgar y Kurt Tucholsky, Ernst Toller y Hermann Broch y Alfred Döblin. En un espacio reconocemos algunos lugares emblemáticos de ese tránsito: comenzando por las grandes capitales europeas, de Berlín a Lisboa, siempre hacia el Oeste, y Marsella o Sanary-sur-Mer, Niza, Toulon, Portbou en la costa mediterránea. Y también surgen entes imaginados como Kakania, y hoteles y los campos de refugiados, cuando no un siniestro velódromo en invierno o los vagones para ganado atestados de seres humanos yendo en la dirección contraria.

En el centro hay una zona mezclada en la que unas almas, aún más desgraciadas, sufren el horror por partida doble: al espanto nazi han de sumar el terror comunista, con todos los incontables pesares de viajes inacabables en los que tantos se dedicaron a entorpecer la marcha, a hacerla odiosa, cuando no directamente a participar en la caza al hombre desatada por entonces en Europa. Polonia y los Balcanes son el eje de este otro lugar de tormento. La zona gris se va extendiendo en el muro hacia la derecha desde los Cárpatos rumanos hacia los Urales y llegando a ese punto de no retorno que ha sido Siberia también en el siglo pasado. En estos círculos concéntricos nos encontramos entre otros con Danillo Kiš, con Vladímir Dimitrijević, con Predrag Matvejévić, Velibor Ćolić, Ivan Bunin, Nina Berveroba, Joseph Brodsky o el también triste y recientemente fallecido Adam Zagayewski. Y aún hay un lugar destacado en el que situar a algunos de nuestros compatriotas –Cernuda, Max Aub, Zambrano espcialmente– perfilados con una mano más cuidadosa y un pincel si cabe aún más fino. Aquí y allí encontramos el rastro de alguna que otra presencia algo más aislada, pero enormemente significativa como la de James Joyce en Pola y Trieste o la Henry Roth en las aceras y los sótanos de Brooklyn. Y los hermanos Singer y así uno a uno hasta los descendientes de una generación a la que se quiso borrar pero que es imperecedera: Phlip Roth, Jonathan Foer y Paul Auster. Y más, mucho más. No se puede resumir tanta realidad vivida.

En este mural los espacios están interconectados. Y como ocurre en las mejores expresiones pictóricas, la pátina se consigue añadiendo primero diferentes capas y transparencias que un ojo atento y entrenado puede descubrir: por eso, en Sin tiempo para el adiós encontramos los datos esenciales, las fechas, los itinerarios del viacrucis, pero también las obras comentadas y puestas en el contexto de esa vorágine que fue el exilio en el siglo XX, y detrás, conforme leemos, comienzan a aparecer multitud de planos, desde la realidad política e histórica con la que las figuras se confrontan hasta el siempre escurridizo plano del significado de unos trazos literarios que son a la vez trazos de vida, cuestiones filosóficas, intuiciones e iluminaciones de la propia autora o que ésta nos brinda con una serie encadenada de citas de los autores que otorgan un espesor, una intensidad y un volumen que raramente suele alcanzarse. En el fondo del muro la pared brilla con la intensidad abismal que solo alcanza el azabache.

La primera señal libresca que Mercedes Monmany dio del alcance y la agudeza de su mirada fue en 1997 cuando publicó Don Quijote en los Cárpatos. En 2015 prosiguió en una línea similar con Por las fronteras de Europa, ampliando de manera decidida sus propias fronteras como lectora. Dos años después escribió Ya sabes que volveré, un ensayo sobre tres escritoras (Irene Némirovsky, Gertrud Kolmar y Etty Hillesum) que fueron asesinadas en Auschwitz. Entonces dio un paso de gigante, elaborando con un refinado sentido poético la narración conjunta del destino de esas tres mujeres e interpretando de modo magistral el sentido de la Shoah. En Sin tiempo para el adiós continúa por esta senda empinada, ardua, dura, necesaria, apta solo para las mentes más capaces y templadas.

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