Tarde de lluvia en Pamplona. Vuelvo de Madrid y de hablar de Dante. Cenamos todo el grupo en La Carmencita, en la calle de la Libertad. Hablamos con libertad y con una estrenada amistad que nace de una lectura en común sostenida durante siete meses de trabajar en la Commedía. Santi –es el benjamín, apenas dieciséis años, plenos de un entusiasmo inquietante– nos ha interpretado para finalizar dos minuetos de Bach al cello. Hoy ceno con mis hijos. De camino al restó, paseo por los jardines de la Taconera, y me encuentro con esa mezcla de vegetación y piedra malva que me recuerda tanto a los colores de mi adorado Caillebote. Pienso en María Luisa Elío que, en su precioso libro de memorias “Tiempo de llorar” (recién reeditado en la editorial Renacimiento), captó como nadie la esencia de la capital de este viejo reino. María Luisa había abandonado a escape la ciudad en julio del 36. Cuando sus padres murieron en el exilio mexicano, se decidió a volver. Llegó a la estación: «Hacía mucho frío y un letrero como cualquier otro decía: PAMPLONA. Pamplona. Ahora ya podía volver, y tenía la certeza, con solo mirar el letrero, de que la gente estaba muerta». Pamplona es Ítaca, Dublín y Comala, pero también es la “república de viento” de la que habla Bocángel y el trasmundo del genio florentino. Para María Luisa Elío, Pamplona es «tan solo un lugar». La vida prosigue contra toda esperanza, contra el más tornadizo de todos los sentidos del tiempo, el tiempo histórico. «Me habían quitado el pasado, del que yo hacía el presente, y sin tener ninguno de los dos me era imposible pensar en el futuro. ¿Cómo puede haber un futuro sin pasado ni presente? No había nada. Había que comenzar una historia sin historia; con una persona, que era mi hijo, y con una ausencia total que era yo». Sentía todo esto paseando hoy por una Pamplona acariciada por el frío y la lluvia. Se acaba el día y renace el tiempo en los demás, en el otro que nos mira con amor. Emocionalmente, vivimos de migajas, pero yo no me resigno. Y el tiempo cronológico, con toda su nostalgia, se supera en otra estancia distinta, a través de lo que falta en la percepción visual y en la plenitud de un conocimiento intelectivo.