El hombre que salió de la nada en chándal (Ignacio de la Rica)

Reproduzco a continuación, con el permiso del autor, el epílogo que el crítico francés Martin Sirani ha escrito para el libro de mi hermano Ignacio.

A mis manos llegó este manuscrito de un modo casual y me cogió por entero la cabeza. Me costaba entender, resignado como crítico a lidiar con toros afeitados, que fuese posible que un desconocido en el panorama de las letras hubiese puesto en juego todo aquello que mi memoria literaria era capaz de reconocer y de apreciar.

Recordé inmediatamente el subgénero de la sottie, que tuvo su esplendor precisamente en la Francia tardo medieval, en la que unos personajes –unos tontos, sots– dialogaban sobre las cosas que ocurrían a su alrededor; no debían de ser tan tontos puesto que Francisco I las prohibió en 1514 porque les tenía miedo.

Ninguno de los personajes de esta nouvelle es tonto en un sentido primero, pero algunos pueden parecerlo, otros hacen tonterías en la vida que les dejan marcados, otros urden pequeñas astucias como dejar una cuenta sin pagar y, finalmente, otros, vivos y muertos, hacen la “tontería” de perder la vida para tratar de arrebatarla. La tontería viene de la situación inicial, imposible, que procede en línea recta de la tradición a la que me refiero, renovada con fuerza en la modernidad por Valle-Inclán, Ionesco, Beckett, Leonardo Sciascia o el propio Kafka de La metamorfosis.

La sottie, a diferencia de la farsa, su prima hermana, y no digamos de la sátira, deja en el lector el sabor agridulce de la visión de una condición humana tan limitada e incierta como compasiva y anhelante; este libro se lee todo el rato con una media sonrisa cómplice en el rostro: intuimos al pasar por sus páginas que está hablando de nosotros, que sin interpelarnos de una manera directa ni agresiva, como en los mejores dramas, nos está diciendo tua res agitur!, esto tiene que ver contigo, lector, esto, por absurdo que parezca, te afecta.

Apenas sería posible una sottie sin un escenario que, por existir físicamente, el bourg de la villa vasca de Arcangues, en el extremo norte de los Pirineos Atlánticos, no deja de serlo. Un escenario prefigurado por una arquitectura completa. Quienes hemos tenido la fortuna de pasar ahí algunas de las mejores horas de nuestra vida, paseando, conversando, rezando en la iglesia bergmaniana o cenando bajo el emparrado del Auberge d´Achtall, nos hemos maravillado al reconocer un espacio que, antes de su realización literaria en esta nouvelle, ofrece a la vista los hitos principales en el camino de la vida: desde la escuela infantil hasta el cementerio, pasando por el frontón, la alcaldía, el mesón y la iglesia.

El escenario es también el tiempo y en El hombre que surgió de la nada en chándal se reaviva lo que la teoría literaria contemporánea denomina un «cronotopo». El ejemplo máximo de esto sería el modo en que Joyce aúna la dimensión espacial (la ciudad de Dublín) con la temporal (un día, el 16 de junio de 1904) en el flujo narrativo que conforma esa maravilla que es Ulises. Aquí el burgo de Arcangues y la vida se funden en una dimensión única, plural, literaria.

Me ha sorprendido el orden del texto; quizás el aspecto que más he tardado más en comprender. Como el cono invertido en el que Dante encarna su idea del Infierno, el relato de la presencia de Damián en Arcangues (la vida), que ha surgido ex nihilo,es descendente y pasa primero por el cementerio y la iglesia, recorre después el controvertido foro de la polis, en el diálogo con Monsieur le Maire –si tuviera que quedarme con una sola imagen de este bello libro sería sin duda la del alcalde viudo internándose para morir solo en el bosque– y aterriza en la cotidianeidad del diálogo con una señorita pimpante y un señor cuya trayectoria empresarial nos es narrada.

No obstante, lo que el relato tiene de dantesco –que no es sinónimo de infernal: dos terceras partes de la Comedia relatan el viaje por el dulce purgatorio y el ascenso final al encuentro con el Amor– es el modo en el que lo temporal sólo acaba de entenderse en el horizonte de lo eterno, y cómo lo que de trascendente pueda tener la vida no es visible ni relevante sino en la medida en que encarna lo humano.

Con qué aparente facilidad está trenzado este juego misterioso. Sin desplazar ni tampoco juzgar lo más notorio de la sociedad actual: ni el omnipresente fútbol con sus ídolos con pelucos de cinco cifras ni los mal llamados radicales que no son sino fanáticos desalmados (a estos sí les afea la conducta, ¡con razón!), ni tampoco los burgueses incapaces de saber cómo han llegado hasta aquí, con su religiosidad de primer mundo. La nave de los necios está como siempre a rebosar, en una laguna de aguas muertas, y cada de uno de nosotros nos encontramos al timón.

El hombre que surgió de la nada en chándal no cierra nada –ciertamente es un ejemplo de obra abierta– pero sí apunta en la dirección buena que no es otra que aquella a la que cada quien quiera dirigirse, con lo que tenga, con lo que sepa, y sobre todo con lo que recuerde.

No hay otra orientación posible y la tradición literaria occidental nos lo recuerda silenciosa y elocuentemente desde Safo a Montaigne, desde Borges a Cervantes. Cuando lo hace, además, divirtiéndonos, como en esta obra, nos quedamos con un buen sabor de boca, con una alegría que nos hace más inteligentes, más comprensivos, más tolerantes, más humanos.

© Foto Álvaro González-Green.

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