STENDHAL EN LA RUE DU BAC

A pié. Sin miedo a perderse. El recuerdo y la imaginación. Después de haber quemado, días atrás, las diecisiete cartas de recomendación que traía a la ciudad tantas veces ensoñada (gesto extraordinario y no suficientemente explorado). Se planta ante las tumbas de mármol. Miguel Ángel. Enfrente Galileo Galilei. El conde Alfieri (por Canova). Siento la emoción de la piedad. El artesonado. La fachada a medio terminar. Mi infancia. La soledad. Alguien se aproxima. Alguien a quien apenas entreveo. Volterrano. Las sibilas. Arriba. Me duele el cuello. Me canso. Me voy a marear. Me caigo. Mejor salgamos. Necesito el aire de la plaza. Mi patria. O Florencia, bañada estás por las aguas que bajan frías de los montes. Sigo por la galería. Ya en mi cuarto, a salvo, miro por la ventana . La casa de enfrente, en plena rue du Bac, permanece silenciosa. Seguirá allí, o habrá salido. ¿Con ella? ¿Con él? No aguanto la presión. De nuevo siento que la respiración se me acelera y que mis piernas comienzan  a temblar. Trato de leer a Ugo Fóscolo. Qué viejo se ha quedado. Me levanto y, al pasar de nuevo por el pasillo, veo las fotos.

Desde el suelo podía contemplar la galería de retratos que se había ido conformando en la pared. Los había de todas las formas y tamaños. En kodachrome, en sepia y en blanco y negro. De todas las épocas de su vida, cada uno con un marco distinto elegido ad hoc. De allí colgaban las figuras de quienes habían significado algo en su vida, lo que incluía a dos o tres mendigos a los que, después de acercarse para conversar, les había pedido que posaran para ella. Entre todas las fotos, solo había tres paisajes y lugares sin gente. Una imagen grande de los sauces llorones del jardín de la casa familiar sobre el Garona, a las afueras de Burdeos. Un atardecer sobre el Bourg-de-Four, tomado desde el pequeño café en el que trabajó de camarera a los diecisiete años; no había nadie en toda la vieja plaza ginebrina y el aire refulgía con un sol color malva. Y, por último, una foto de la gran khoupah brillando en el interior de la Sinagoga española de Venecia, bajo la inmensa lámpara dorada, después de la boda de su mejor amiga Jenni, una judía egipcia con quien había estudiado en el internado y a la que había querido con pasión. Al ver de nuevo la foto, Blanche recordó el paseo que dieron los novios en una góndola iluminada con un candelabro de nueve velas y como Jenni se había empeñado en que sólo ella les acompañara en la navegación nupcial. Blanche no había olvidado ese gesto de amor, como tampoco se desprendía de un precioso Yad de plata que su amiga le había ofrecido y con el que continuaba leyendo cada día. Siguiendo con los retratos, vio uno suyo tomado a los diecisiete años. Tras el paso por el internado normando, Blanche había estudiado en el Liceo Henry IV y obtenido excelentes calificaciones en los exámenes oficiales, especialmente en literatura y arte. Fue la única temporada de su vida en la que se había cortado en pelo a lo garçon y de verdad que parecía un chico. Por entonces había conocido a Xavier y, en la foto, sus ojos brillaban de amor. Antes de acudir a Prepá pensaron en dar juntos la vuelta al mundo. Al final ella no se decidió, tal vez porque presentía que la relación se terminaba, que lo que estaban empeñados en construir no era para siempre. Hypokhgane, khgane. Por entonces Xavier estaba ahí, sosteniéndola todavía. Pero se cruzó Cósima. El remolino que se conformó fue más fuerte que ellos tres y, mientras a ellos dos los salvaba, a Blanche la arrastró hacia una sima profunda. En la nueva pareja prevalecía por encima de todo lo demás el deseo de orden, de blindar el futuro asegurándolo frente a la herida cada vez más patente que ensombrecía el interior de Blanche. No era algo fácil de definir, pero era real. Cósima lo sabía. Xavier lo sabía, y un día lo hablaron. Fue el final porque ninguno de los dos estaba dispuesto navegar arrastrando un cabo suelto. Miró una foto en blanco y negro de su novio. La había tomado en el jardín del Georg Kolbe Museum de Westend, en Berlín. Poco antes, en el café del museo, frente a un trozo de tarta de zanahoria que ninguno de los dos probó, se habían confesado que no seguirían juntos. Xavier no lo deseaba y ella no había opuesto resistencia. La foto fue la despedida. Le pidió a Xavier que se apoyara en una de las columnas de ladrillo gris del patio. Accionó la máquina para quitar el color. Apuntó directamente a los ojos, esos ojos nobles que le habían dicho la verdad. O no del todo, ¿quién sabe? Una foto a la vez triste y alegre, pensó. Blanche se dirigía por la vía directa al École Normale Supérieur, pero no superó la ruptura. De un día para otro el mundo se le volvió confuso, incomprensible, hostil. No era capaz de hacer nada. Ni leer ni mucho menos estudiar. Pasó seis meses a la deriva, medicada, silente. Necesitaba adaptarse, otra vez, y cruzó la línea de sombra. Había otro retrato de entonces, en el que aparecía junto a Cósima. La foto la había tomado su padre en el jardín en verano. Cósima mira a Blanche riendo mientras ésta mira el río desde la entrada de la casona blanca. Poco a poco se fue recuperando pero ya había renunciado a la rue d´Ulm. En cambio, el invierno siguiente fue admitida en la École du Louvre. Llegó a pensar que haber sido preterida por Xavier era lo mejor que le había podido ocurrir. Se abría ante ella una nueva singladura, ponía un rumbo distinto que le dirigía hacia ella misma y dio por buena aquella prolongada depresión. Pasó cinco años estudiando historia del arte. Durante el último curso de escuela murieron sus padres. Primero de cáncer su padre, y a los seis meses a su madre le falló el corazón. Allí estaba el retrato de cada uno de ellos en dos marcos dorados e iguales. Los había colocado muy juntos en la pared. Ambas tenían los mismos colores, los mismos tonos azulados y, sin embargo, cada imagen representaba un mundo completamente distinto. Su padre había sido marino mercante y se le notaba en la piel bruñida. Llevaba un jersey rojo y miraba a la cámara (a Blanche) con un amor evidente. Las fotos las había hecho en la fiesta de las bodas de plata. La madre, con una blusa blanca, aparecía satisfecha y templada. Fue quien les dejó en herencia la rue du Bac a ella, y a Alonzo la bodega bordelesa. Para entonces, éste era ya residente de psiquiatría en el Hôpital Saint-Anne, de modo que vendió la pequeña pero prestigiosa empresa familiar y pudo compensar a su hermana con una renta generosa. Blanche miró la foto de su hermano. Alto, recto, aparentemente impasible como su madre. Tras la muerte de sus padres, Blanche se había sentido inconsolable. Finalizada la escuela, su intención era dedicarse a configurar el catálogo razonado de un pintor de quien estuviere por hacer. Era tarea para una vida. ¿No se habían empleado treinta cinco años en el de Fragonard, cuarenta en Monet y hasta más de medio siglo en Vuillard? Pero, durante meses, ése había sido su único deseo: dedicarse a clasificar la obra de un genio de la pintura, y de paso permanecer oculta a los ojos de todos. Todo parecía bien encaminado a ese fin. El Wildenstein estaba dispuesto a contratarla. Pero ya no estaba Xavier. Ni Cósima. Ni sus padres. Ni el futuro en paz estudiando. Ni nada. Ni siquiera Alonzo, que vivía intensamente su carrera y su propia vida. Por eso, mientras se dirigía a su entrevista con la Directora, en la rue de la Boétie, por cada paso que daba para alcanzar las oficinas del Instituto reculaba dos, y acabó sentada llorando en la rue de Courcelles bajo la columnata de la Iglesia de San Felipe, el escéptico, y fue como si la incertidumbre del apóstol de las llagas se le pegase con fuerza a su alma, reabriendo la herida de su propio costado y, en un instante, decidió que renunciaba a su vocación y a su deseo, y que tomaría en cambio el camino más indiferente y secundario que pudiese estar a su alcance. Volvió a casa resignada, y quince días más tarde, gracias a Cósima, entró a trabajar de archivista en la revista, un trabajo anónimo y oscuro que podía acometer porque no le interesaba, y que fue borrando en ella su curiosidad intelectual, el deseo de la amistad y cualquier otra ilusión que le alejara de la realidad tremenda de la vida. Mientras posaba sus ojos de nuevo sobre las piezas de la galería de fotos, pensó que ésa era su historia, y por primera vez en mucho tiempo la vio con tanta claridad como espanto. ¿Qué había fallado? Una noche se despertó agitada, sudando, y cayó en la cuenta de que la única pregunta que aquellas imágenes le estaban lanzando a la cara era si estaba acabada o si, por el contrario, su vida estaba aún por arrancar.

 

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