Este libro es como un saludo antes de una actuación. “Señoras y señores” de Juan Marsé, que Ediciones Alfabia acaba de publicar estos días: la colección de cuarenta y un retratos de otras tantas personalidades del mundo de la política, el arte y el espectáculo realizado por el novelista catalán. De Alfonso Guerra a Marguerite Duras, de Cármen Maura a Ruiz-Mateos, de Artur Mas a la recientemente fallecida Concha García Campoy.
En la sátira se mezclan con más o menos aliño tres planos: primero de todo el género en sí y su tradición, fecunda en las letras hispanas; segundo, el grado de vinagre que contiene en cada caso y que puede ir de lo compasivo a lo burlesco y de ahí a lo despiadado; y tercero y no menos importante cabe siempre valorar si el artista pretende hacer retratos o si se queda en hacer caricaturas (lo que evidentemente no tiene nada de malo). La sátira como se sabe procede del mundo clásico. Sus primeros cultivadores fueron los autores latinos (Ennio, Lucilio), que reproducían en verso los vicios y desmanes de sus coetáneos. Ya entonces, en plena manía biográfica, se distinguía entre los sátiros a aquellos que por su mayor o menor sutileza, por su grado de procacidad, por su intención de fondo, se dirigían más a la plebe o a los lectores u oyentes más cultos (lo que entonces como hoy no tiene que ver con ser más o menos rico). En la quevediana España la sátira ha quedado asociada desgraciadamente al casticismo (esa tendencia que consiste en hablar de las cosas como uno cree que son, a risotadas y dogmáticamente, despreciando cualidades del pensamiento civilizado como son la duda, la autocrítica y el matiz). Desde mi punto de vista Marsé (como lo hizo en algunos momentos concretos Umbral), aunque a veces pareciera desearlo, no es un casticista. Así comienza su dibujo de Marilyn: “Perteneció a esa estirpe de criaturas acerca de las cuales uno no recuerda exactamente si sus ojos fueron azules; uno recuerda muy bien, en cambio, le delicioso guiño de esos ojos”. En efecto, una de las claves, no la única, tiene que ver con el grado de concentración de la mala leche que el sátiro rezuma, lo que no es sino la otra cara de su dogmatismo y su cerrazón (algo ajeno al ánimo de este autor). Marsé se toma muy en serio la necesidad de convertir por medio de la escritura, antes de ponerla en el disparadero, a la persona de carne y hueso en personalidad y hasta en figura. Eso no le quita en ciertos casos un grado notable de dureza o de lejanía, pero hasta cierto punto contenidas. Por último pienso que en este libro resplandece el arte del retratista, del maestro de la breve biografía, del trazo sutil y plástico, de quien domina el idioma (en esto Marsé se separa de Umbral, que se dejaba dominar por la lengua convirtiendo la escritura en un sistema plagado de automatismos) y sabe trasladar con acribia un gesto o una minucia para que resulten tan graciosos como relevantes.