El curso avanza hacia su final. El cansancio se apodera de nuestros mejores propósitos. Apenas nos restan fuerzas, y las pocas que nos quedan se agostan con facilidad ante la insensibilidad o el cansancio ajenos. Es un momento para el cultivo de la paciencia, de la tolerancia, de la distancia y la suspensión. Un tiempo para ir frenando, para ir apagando motores, para contemplar las cosas realizadas y no añorar todas las que se han quedado en ciernes. No resulta fácil parar la inercia de lo comenzado, y menos aún somos capaces de reiniciar nada nuevo. La melancolía y el desencuentro con los que más queremos (aquellos que nos pueden hacer más daño) nos acechan, si no sabemos relativizar un poco las cosas, atender a todo como si no pasara nada. En mi caso, esa expectativa de parar las máquinas no está reñida, ni mucho menos, con descubrimientos deslumbrantes, en el plano personal y en el intelectual. Algunos prefiero callármelos (os recuerdo que no hablo de nada realmente personal en estas notas condenatorias), pero no tengo inconveniente en compartir una parte de aquello que me ha interesado. Es el caso de la obra de una fotógrafa madrileña, de origen hispano-alemán, y de nombre Monika Horstmann. Traigo aquí una de sus fotos. Podéis picar sobre ella y contemplar su elaboración a la vez sutil y descarnada. Una niña (¿Caperucita?) se detiene en un claro del bosque. La línea de fuga corre primero de izquierda a derecha y después sigue la hilera de los árboles hasta el fondo de la imagen. De ese modo, la artista dirige nuestra mirada con decisión, obligándonos a hacer un recorrido completo del plano. A un lado, lejos de su alcance, ha dejado una capa roja y su cesta. ¿Qué contendrá esa caja de Pandora? ¿Por qué mantiene un tul? Viste de blanco adamascado, blanco como sus dientes y las mediaslunas de las uñas de sus dedos de hada. Me fascina la ligera inclinación de sus hombros, el gesto de delicada belleza que dibujan los huesos al sobresalir. Es una forma ligeramente descendente. “Ellas se están transformando aunque apenas lo intuyen”. Así define Monika el alma de esa foto cautivadora. Más allá de las referencias formales evidentes (de Lewis Caroll a Puvis de Chavanne), a mí me interesa la pregunta a la que su trabajo apunta: ¿Quiénes somos? ¿Quién está en nosotros, nos habita, en el preciso instante de la detención? La pregunta por la continuidad/discontinuidad del yo me ha obsesionado desde siempre (durante años procuré estudiarlo, a partir de los principales textos de la literatura autobiográfica, sin llegar a ninguna conclusión válida). Las transformaciones del yo, a las que Manuel Cruz dedicó un artículo (“Te querré siempre”) el otro día en El País. Habla allí del papel que juegan, en la evolución y en las rupturas del yo, los demás, en particular, aquellos a los que hemos amado. Habla de los enamoramientos sucesivos, de la posibilidad de autorreconocerse a través de las mudas del corazón. ¿Dónde está aquel que amó “infinitamente” a tal o cual persona? Aquel que juró “amor eterno” a alguien, cuyo recuerdo ahora nos altera y hasta nos disgusta y desdibuja. La foto de Monika recoge también esa realidad/irreal: los cambios fundamentales, todo aquello que aparece larvado en la imagen de una niña/mujer, tienen que ver con el amor, con su inocencia y con la pasión que un día despertará. Crecemos y nos transformamos amando, pero esa fuerza al mismo tiempo que nos inflama nos deshace. Así vamos dejándonos la piel, en un sentido más literal de lo que cabría imaginar. Quizás sea esta la idea rectora de un clásico/moderno que he leído estos días y que os recomiendo vivamente: Indigno de ser humano, de Osamu Dazai. ¡Extraordinario! Es el autorretrato de alguien conformado a golpes de amor. Alguien que, por medio de lo más humano, acaba en al borde de la inhumanidad. Me emocionó leer, al comienzo de este relato magistral, un párrafo profético; me pareció una meditación sobre la foto de Monika: “Cuando era pequeño solía jugar sólo con niñas, pero no creo exagerar si digo que me relacionaba con ellas con la cautela de quien anda sobre una fina capa de hielo. No podía entenderlas. Andaba totalmente a oscuras en lo que a ellas se refería y, a veces, como si pisara la cola de un tigre, terminaba con penosas heridas. Al contrario de lo que sucede con las causadas por el látigo de un hombre, esas heridas eran profundas y dolorosas, como si de una hemorragia interna se tratase, y resultaban difíciles de curar”. ¡Una pasada de escritor y de fotógrafa!
Una pasada de entrada, Álvaro, de las mejores que he leído en estas notas. Gracias!
''Un tiempo para ir frenando, para ir apagando motores, para contemplar las cosas realizadas y no añorar todas las que se han quedado en ciernes.''
Creo que yo me encuentro en este tiempo, con sobrecarga de melancolía que a veces me quita las ganas de nuevos descubrimientos.
Respecto a lo que dices sobre ''
la posibilidad de autorreconocerse a través de las mudas del corazón. ¿Dónde está aquel que amó "infinitamente" a tal o cual persona? '',trataba de poner orden en mi cabeza y lo único que he sacado en claro es que sin dejar de ser ese amor primero el verdadero, el eterno ,este no está reñido con mi yo actual que lo rechaza integramente. Sigue siendo el verdadero, independienemente del rumbo que tome mi yo actual.Aunque me quedo con la traca final de preguntas que plantea Manuel Cruz y que agradezco que lo hayas mencionado ''¿Qué sentido podría tener la nostalgia por un pasado que atribuiríamos a un yo diferente al actual? ¿O la melancolía, por lo que pudo haber sido y no fue… de otro? ¿Tendría más sentido la ilusión por lo que pueda esperarle a alguien que tal vez ni siquiera sea yo mismo?''
La foto me encanta.
Gracias.
Ya estoy viendo que no vamos a entendernos… En tu entrada de hay tres temas en los que estoy radicalmente en desacuerdo: en la percepción de diferencia entre hombre y mujer, en que se pueda seguir creyendo que un amor fue eterno una vez expiró y en el presunto cambio fundamental del ser humano. Estamos totalmente de en desacuerdo pero nos interesan las mismas cosas. Me seguiré alegrando al ver que has escrito. Gracias por compartirlo.
….mmm…me dejo caer por aqui y leo justo una cosa muy parecida sobre los amores y su infinitud que leí ayer en " Acción de gracias" de Richard Ford…en fin..estas cosas molan.