Cuando pienso en como se establece el contacto o la distancia entre los miembros de una misma familia, comprendo que la tarea de humanizar al hombre no está ni muchísimo menos finalizada. Personas que se consideran civilizadas, cuando se trata de relacionarse con los suyos, con aquellos a cuyos costados han venido al mundo, tienen más presente la animalidad que la humanidad. Los celos, el hambre físico o moral, la lucha por la supervivencia psicológica en medio de un grupo familiar, las tensiones intestinas para marcar una posición de privilegio, nos devuelven, con la lógica evolutiva de la naturaleza, de golpe la condición animal que late en cada uno de nosotros. Lo he visto. Lo he experimentado. Séneca (Carta 121 a Lucilio) escribe esta verdad: “Ningún animal es más sabio, altero doctius, que otro”. Una buena parte de Freud está ahí: en su concepto de lo siniestro, unheimlich, la parte sombra del cuerpo bipartito que arrastra cada ser humano. Nul animal ad iutam prodit sine metu mortis, o sea, ningún animal entra en la vida sin el miedo a la muerte (Séneca, id.). Anoche: tres horas de conversación durante la cena con un literato belga que me cuenta la realidad de su país. Y que conoció y trató a Charles Moeller. En Roma. Nostalgia de sus libros.