El fin de semana han venido a verme mi sobrino A. y dos amigos desde Ginebra. Ninguno tiene más de treinta ni de lejos; yo podría literalmente ser su padre. Se puede decir que no hacemos nada. Nada de particular, si aceptamos que pasearse con un descapotable por el Golfo de Saint-Tropez y por el macizo des Maures no es algo especial. Desayunamos café allongé + croissant beurre en el Boulevard Clemenceau de la pequeña ciudad de Lorgues, establecida como head-quarters. Está animado el sábado por la mañana. La gente hace sus compras, bebe su panaché o su Kir Royal bajo las verdes hojas de los plátanos. Salimos hacia el mar. Provenza brilla con un lueur du ciel. No es fácil describir la mezcla de vegetación y cultura que se concita aquí: Gassin, la Ramatuelle de ese grande grande que fue Saint-Éxupery, Cogolin donde cenamos. A la altura de Rayol-Canadel , la mar nos tienta. Improvisamos la compra de unos bañatas y de toallas, que nos salen a doblón (la Côte d´Azur ya se sabe…). Volvemos por Le Garde-Feinet cantando los cuatro, a voz en cuello, temazos de Dylan, Sinatra y lo que se tercie. Al día siguiente había que seguir ruta hasta Ginebra (y yo tenía que dormir la siesta), pero antes una comida fraterna y esencial, regada con uno de los diez mejores vinos del mundo. Cuando se van pienso que no sé quién es el padre y quienes son los hijos. La naturalidad y la libertad en el trato, su sabiduría de la vida es total.
¡Bravo don Álvaro! Bravo.
Parece que alguien tiene el alma joven. Casi puedo sentir el aire de ir en ese descapotable.
Sólo me han sobrado los bañadores. Me pasó lo mismo el sábado pasado (eso de ir desprevenido para entrar de cabeza en el mar) y me importó poco. Ropa fuera. Carrerita a lo tarado. Inmejorable.