Aunque me da tanto respeto como vergüenza, copio de mi diario (el de verdad) la entrada del 22 de febrero de 2010:
Noche increíblemente tormentosa. Entraba y salía de una pesadilla, con pleno dominio de ese movimiento. Era como atravesar, cada vez, una gasa blanca, una placenta pringosa. Volvía al sueño y experimentaba una continuidad absoluta con lo anterior, de hecho al despertar me he quedado con una visión unitaria, con una secuencia narrativa única: traición sobre traición, un enorme engaño mezclado con una enorme culpa. Al final todo se sabe y se me condena. Lo peor de todo es que soy yo mismo el que me condeno. Me condeno a entrar y salir del sueño, como una larva sale del huevo, y así eternamente, experimentando cada vez, con toda la fuerza de la novedad, todo el mal que he hecho en la vida; el poco y mal ejemplo que he dado. Comprendo que nos vamos de vacío y comprendo un poco la eternidad del castigo.
Hasta aquí lo que escribí ayer, nada más levantarme, sobre mi sueño. La verdad es que muy tranquilo, lo que se dice muy tranquilo, no me quedé. Empecé a revolver libros, a ver si encontraba alguna explicación escrita a lo que había experimentado. A mí es lo único que me da paz, cuando me visitan esas visiones (si mi amigo Fernando Inciarte levantara la cabeza me diría, con una media sonrisa: ves, ves como se escribe y se lee para olvidar, como todo es representación que nos aleja del presente). Recordé el título de mi novela (esa que cada vez tiene menos pinta de que se vaya a publicar),Todesbanden, las vendas de la muerte, y como aparecen en el texto, al menos en dos ocasiones (asociadas al sexo y al dolor). Recordé el giro que usaban los hebraicos para referirse al dominio de la muerte (solo le pertenece a Él la potestad de la salida de la muerte, dice el salmista), como el poder de salir y entrar en ella por propia voluntad: el dictum del Cristo que dice que es él quien entrega su vida, y como después sale de la muerte, al tercer día, dejando las bandas mortuorias en el suelo del sepulcro (En la escena de la Resurrección, contada por un testigo ocular, el primero que vio y tocó las bandas fue Pedro, el que le había negado; la Magdalena se quedó fuera y, cuando por fin se acercó, después de Pedro, en vez de las vendas, lo que contempló fue a unos ángeles de luz blanca). Sé que el sueño iba por ahí, pero no sé hacia dónde, exactamente. Recordé también la estatua funeraria de mi amado John Donne en Saint Paul´s Cathedral, la extraordinaria escultura de Nicholas Stone que he reproducido en foto y en la que os animo a picar para verla en grande. Donne quiso inmortalizarse cubierto con una gasa blanca que apenas dejara ver su rostro (la usó para las pruebas de varios retratos finales: para sopresa de todos, aparecía ante el pintor cubierto con una mortaja). Era la tela que llevamos desde nuestra concepción, lo que nos protege a la vez que nos impide realmente ver. Es bien conocido el pavor que Donne tenía a la tumba: esa pieza de piedra quería reflejar el momento de su resurrección corporal. Donne medita muchas veces sobre la acción de los gusanos en el cuerpo muerto (putrefaction and vermiculation), y decía, aludiendo a la transformación indiscriminada en materia animal, materia miserable, promiscua: pensar que no se sabrá en aquel revoltijo de materia qué partes pertenecen a quien, padres, madres, esposos, hermanos, todos devorados por los gusanos que, a a su vez provienen unos de otros, y de las larvas de nuestro propio cuerpo descompuesto. Menudo destino para nuestro amado cuerpo. Todo esto, y más, lo dijo en el famoso Sermón del 25 de febrero, primer viernes de la Cuaresma de 1631 (ahora, en dos días, se cumplirán 379 años desde que aquellas ultima verba se pronunciaran: Izak Walton, el biógrafo de los metafísicos ingleses, en un libro que no entiendo como nadie ha traducido aún, escribe que, mientras el deán hablaba, y las lágrimas corrían por sus mejillas al realizar estas consideraciones, todo el mundo pensó que estaba pronunciando su despedida, una de sus amadas valedictions, el sermón anticipado de su propio funeral). Los ojos cerrados de la estatua han sido entendidos de manera diversa: hay quien piensa que reflejan el asco ante la carnicería de la tumba, hay quien sostiene en cambio que indican la intuición de que la muerte sea en verdad un sueño, del que nos costará despertar. Yo no sé qué pensar de todo eso. Me limito a recordar otra referencia, en Donne, a una sábana blanca. Cuando habla, en A su amante, antes de acostarse, un bellísimo poema de amorprohibido que él concibió como una elegía (la 19ª en concreto), del desnudamiento, del despojamiento de las ropas blancas de la amada. Cómo me gustaría comentarlo aquí, despacio y entero, pero… that´s too much! Un hombre contempla, ¡por fin!, como se desviste su amada, como, al despojarse de ropajes y adornos, aparece ante sus ojos, un mundo pleno de belleza, un Paraíso, una terra nova. ¡Completa desnudez! Todos los goces/residirán en ti./Como las almas/descarnadas, han de estar los cuerpos/desvestidos para la dicha.Donne compara la desnudez con un libro místico. Una obra de la gracia. Llega a pedirle a la mujer que se le muestre como se mostró ante la partera. Y termina con estas palabras mágicas: Thyself: cast all, yea, this white linen hence/Here is no penance, much less innocence./To teach thee/I am naked first, why then/What needst thou have more covering than a man (Aparta tú estos lienzos blancos/que no es hora de penitencia, y menos de inocencia./Para enseñártelo, me he desnudado primero, ¿qué mejor manera de cubrirte que con un hombre?). Uf! Tiemblo. No conozco una asociación más devastadora entre amor y muerte, gracia y pecado, cuerpo y alma, superficie (del cuerpo, del arte) y profundidad (del amor). No es tiempo de inocencia.Donne se metaforiza a sí mismo como un sudario al que se aferra para amar/morir. Metonimia de la acción devastadora de la materia corporal. Una acción horizontal y descendente que, en su caída, llama a la gracia. A la gracia de la resurrección.
El sueño me ha recordado al que sale en el libro de Bruno Göetz Das Reich ohne Raum, El reino sin espacio, y que descubrí al traducir un libro de Marie-Louise von Franz. Aunque no me gustan los junguianos, el libro es muy interesante (El puer aeternus, Paidós). Pero también tiene algo de tu Kafka ese juicio final particular, flota el espíritu de Ante la ley.
Qué poética misteriosa y sutil la de los velos y gasas, lienzos y mortajas, me ha hecho pensar en las mujeres veladas de Gaétan Gatian de Clearambault y el bonito y revelador texto psicoanalítico que acompaña sus fotografías en el libro que me prestaron de él.
gracias x el comentario; ahora pienso que ha sido un post un tanto imprudente o inconveniente para un blog
bueno, lo escrito, escrito está (aunque María Z. decía que no todo lo escrito quedará: algunas cosas quedarán enterradas con el polvo del camino)
gracias por las referencias, que buscaré
pero, en el fondo, tienes mucha razón: yo lo pensé eso luego: el campesino no puede entrar en la ley, porque es humano, por eso lo mejor que puede hacer, lo único, es mantenerse en los umbrales
Algunas cosas quedarán enterradas en el polvo del camino. No lo dudo. Las mías, por ejemplo, estoy convencida. Pero también creo que es justo que así sea, son demasiado pequeñas…
ya que tú lo hiciste, con mi comentario, y muy perspicazmente por cierto, lo haré yo con el tuyo; la reducción a lo pequeño, la autorreducción en este caso, es una manera de enfrentarse con el poder, típicamente kafkiana por cierto. Con el poder, con el sistema literario, etc. También puede ser, no es incompatible con lo anterior, un gesto profundo y auténtico de humildad. Es aquello del Evangelio de no ponerse en los primeros bancos, sino detrás en el Templo: Pero, acuérdate que la figura que presenta es la de alguien que a la vez que se humilla, ruega; otra figura paralela es la viuda que da lo poco que tiene. Yo creo que es bueno humillarse pero, al mismo tiempo, como tú haces siempre, darlo todo, ofrecerlo todo, abiertamente, sin miedo al fracaso. Si lo que haces quedará o no borrado no es algo que nadie pueda decir de antemano.