Ayer, en el avión a París, descartada la idea de un larga y dolorosa carta que no deseaba escribir aún, me puse a leer un libro de Elisabetta Rasy, La extranjera (Alianza, 2009). En el fondo también este libro es una carta, una carta a su madre muerta de cáncer hace pocos años. Yo he intentado hacer lo mismo con la mía, pero no lo he conseguido todavía. Cuánta indecisión, hasta encontrar el momento oportuno, el punto, para cada cosa. Somos lentos y necesitamos un tiempo enorme, hasta para lo más necesario: por ejemplo para reconocernos que amamos a otro. Llevaba meses con el libro de la Rasy pendiente. Estaba apilado junto a una veintena de libros que no consigo leer, que se van hundiendo con nuevos compañeros que les toman la delantera, por los más diversos motivos. Pero por fin llegó el momento, y ha sido de lo más oportuno. Antes (como si se tratara de unos pródromos indispensables en este caso concreto) había leído algunos poemas del primer Celan, Corona especialmente, con la misma admiración de siempre (con algo más que admiración), leí el Psalmo 111, y un capítulo del libro de Lewis sobre el amor cortés. Después me sumergí a placer en La extranjera, lo devoré en el tiempo que duró el vuelo. Al final del libro, cuando la madre agoniza, la narradora (que si no es la propia Elisabetta, se le parece mucho), se medio pelea con una de las médicos y se siente preterida por ellos, por el mero hecho de ser escritora. Entonces define su métier de la siguiente forma: “Intentar arrastrar la fuerza arrastrante del mundo dentro de las palabras, porque las palabras, cuando se escribe, se escapan por todas partes o se sientan sobre sí mismas como un perro que no quiere moverse” (105). En efecto, este libro, que por lo demás es un rendido acto de amor filial, de búsqueda entre la roña de la enfermedad y el dolor, del ser amado, tiene algo de ejercicio de redacción, de intento de ordenar lo que no puede ordenarse, con la esperanza, ingenua y totalmente comprensible, de soportar las consecuencias de la muerte. Habría mucho que decir, por ejemplo sobre la consideración miguelangelesca de la madres como hijas de las hijas. Y sobre el papel de la religión también. Hay páginas magníficas, propias de la gran literatura, como cuando la narradora habla del llanto, de unas lágrimas internas que se mezclaban con su sangre, justo cuando está hablando de un espejo roto, que nadie quiere reponer. Hay al menos cinco planos de significación en esas líneas. Todo el pasaje se conforma como una alegoría del ensimismamiento al que la enfermedad grave nos aboca, de la terrible pérdida de la intuición del otro, a la cerrazón sobre nosotros mismos. “Si en el amor el otro se acerca cada vez más a la ilusión de que tú eres él, ahora el otro –mi madre, la señora B.– se alejaba sin remedio y llegaba incluso hasta la ilusión de que tampoco yo existía”. La extranjera camusiana y jabelesiana. El libro se convierte en un viático. Un viático hacia tierras extrañas. Me ha dado mucho que recordar, y que pensar.
Sí, me ha hecho pensar en aquel librito de Simone de Beauvoir sobre su madre enferma y el final de su vida, y lo que yo misma anoto sobre la mía. Una escritora decía que a partir de los 40 las mujeres dejaban de hablar tanto de los hombres para hablar de sus madres. Y esas cartas pendientes… y el tiempo que se escapa. Qué buenos son los viajes en tren o en avión para devorar libros