Todo en mí, mientras procuraba inútilmente conciliar el sueño, se negaba a recordar este calor. Pero treinta años alejado de Madrid no son suficientes: lo peor de un recuerdo así, físico antes que mental, es el modo en el que emerge y se apodera de ti. Nace en la pleura y se extiende por los pulmones como un cáncer vertiginoso. Estalla dentro ramificándose en cada una de tus células. Puedes sentir su acometida. Se irradia a la espina dorsal, al bajo vientre, a las extremidades. Finalmente llega a las yemas de los dedos y hasta las lunas de las uñas pero, en vez de salir al medio ambiente, se da la vuelta y recorre de nuevo el camino inverso relamiéndote las entrañas. Como una niebla ronca, pestilente y parda. Y ya no sé si lo peor es el recuerdo del calor o el calor mismo. Sin fuerzas para seguir luchando, procuro pensar en la nieve. La vida es sueño. Pienso en el pájaro que vuela sobre unos surcos nevados en el pequeño cuadro de María Perelló que preside mi casa en Pamplona como una bandera de la esperanza y de lo que para mí es el bien sobre la tierra. En los paseos con Álvaro por el camino de Saigots nevado. Y en los neveros del Monte Fuji imaginados por Guy Davenport. Recupero a Sisley y el Belén helado de Peter Breughel. Comprendo el valor de los kilos de nieve que los Austrias asignaban como prebendas a sus favorecidos para sobrellevar el verano de Castilla.