Me doy perfecta cuenta de que, cuando viajo a Madrid, me confino en un territorio extraño, en una parte de la ciudad que no es, en principio, a la que pertenezco. Uno de los límites (que no son sólo físicos, sino más bien psíquicos, y morales, quizás también) está marcado por la Puerta de Alcalá, convertida por mi caprichoso imaginario en una frontera, hoy por hoy infranqueable, entre el Madrid preterido (el del Barrio de Salamanca), el Madrid burgués, de buen tono, el financiero y aislado, el del ocio caro y el negocio turbio, y un Madrid distinto que, poco a poco, he ido reconociendo como propio y familiar. Gracias a un guía invisible, que me ha llevado a veces literalmente de la mano, voy recuperando un Madrid nada convencional, extranjero en muy buena medida, el Madrid del Barrio de las Letras, de Atocha y la Plaza de Santa Ana, el Madrid del oriente austria y tabernario, cuyo centro neurálgico es el Museo del Prado (el de Goya, Tiziano, Velázquez y Patinir). Ese Madrid, que comparto con los turistas chinos, se parece bastante más al de mi infancia, al de la calle Zurbano, que el que hoy puedo encontrar a ambas orillas de la Castellana (más arriba de Colón, se entiende). Si yo viviera en la capital, cosa que espero que no ocurrirá nunca, pasaría los fines de semana entre el Retiro y el Café Gijón. Sin necesidad de huir de nada. Y menos que nada de la ciudad, cuyo acogimiento a buen seguro encontraría. Procuraría que el tiempo pasase lo más lentamente posible. Me estaría más quieto que un Molinos. Entre la gente. Bebiendo un carajillo o mirando desde una ventana. Aburriéndome, a ojos vista, pero disfrutando de la luz, por dentro, de la brisa, de un poema leído y meditado en un lugar público. El Madrid de Zuñiga y de Baroja, y el que sale una y otra vez en lo que escribo. Puede que se trate de una ciudad que me he creado yo en la mente, y que acaso no exista. Mejor en ese caso. Como dice Philip Roth, en el último libro suyo traducido al castellano (Engaño, Seix Barral, 2009), llegados a una edad, un escritor “no traduce su experiencia en una fábula, sino que impone su fábula a la experiencia”. Yo vivo así desde hace años. Lo mismo, exactamente lo mismo, que señala, en su artículo de ayer, Enrique Vila-Matas: “Ya veo que mañana actuaré según el designio de lo escrito y lo pensado aquí mismo…”
Es verdad que imponemos nuestra fabulación a la realidad, los viejuzos, pero tú eres joven!
gracias, pero no cuela