Los mutilados de Hermann Ungar

Me sigo preguntado cada día qué es lo que hace que la literatura sea tan fascinante, tan inagotable, tan rumorosa: en efecto, la literatura es un confuso ruido de voces que no garantiza nada pero que nos preserva de caer en esa postura humana indigna que es la autosuficiencia. Pensaba eso al leer estos días, no sin dificultad, Los mutilados de Hermann Ungar (Siruela, 2012). No es precisamente un plato de buen gusto. En la mejor tradición mitteleuropea de entreguerras, Ungar narra la no vida de un hombre del subsuelo, Franz Polzer, de una caricatura humana que no sólo no puede decir quién es sino que su paso por la vida consiste en una lacerante sustracción en todos los planos. Trabajador incansable, ordenado hasta la manía, el único atributo de Polzer es la facilidad con la que se deja esclavizar por quienes le rodean, le utilizan y le oprimen, aprovechándose de su miedo cerval a la vida, de su rancia imaginación, de una ausencia de autoestima larvada en una infancia desoladoramente violenta. El trabajo de Ungar con el personaje de Franz, y con el resto de la siniestra troupe con la que convive (Frau Porges, su patrona, su amigo Karl Fanta con su mujer Dora, Kamilla, Herr Fogl, Herr Wodak el director del banco en el que presta sus servicios) es de primera división narrativa: los distintos caracteres están delineados hasta el más mínimo detalle, son tan horribles como verosímiles y se te clavan en el ánimo para siempre. Más cercano a Robert Walser que a Kafka, a Musil o a Broch que a Thomas Mann, Ungar era para mí hasta ahora un perfecto desconocido. Praguense, judío, estudioso del Oriente, vivió en el Berlín cabaretero y weimariano y murió con apenas cuarenta años. Datos irrelevantes ante la densidad que rezuman sus páginas, ante la luz negra que proyectan acerca de los mecanismos del mal y de la siempre correlativa inocencia victimaria. Un libro duro pero a la vez puro, con la pureza de la realidad, eso sí de una realidad mutilada.

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