La tragedia, los griegos y nosotros (Simon Critchley)

Simon Critchley, como ha ocurrido con Byun-Chul Han, es acaso el filósofo que ha adquirido más rápidamente cierto predicamento internacional, en la última década, no tanto en el ámbito propiamente filosófico, sino en el del intercambio de ideas sobre asuntos comunes (la democracia, la valoración del capitalismo, la cultura como medio de progreso individual y colectivo, etcétera), por medio del ensayo. Más enfático que su colega surcoreano, menos sutil, ha puesto a la tragedia griega en el centro de sus preocupaciones, de sus cursos y apariciones públicas por medio mundo, y le ha dedicado ya dos libros.

En el primero, Tragedia y modernidad, se anunciaba que en este volumen más amplio se propondría una visión de conjunto de las tesis allí apuntadas. Y así ha sido. Hace solo un año se publicó en Estados Unidos la edición original que Turner se ha aprestado a editar en español.

Antes que nada, ¿cuál es la tesis de Critchley sobre la tragedia? Naturalmente sólo puede ser una tesis articulada, dada la complejidad del asunto, uno de los más debatidos en la tradición occidental: la tragedia griega surgió como una invención, en el ámbito de lo político-democrático, por la cual unos autores sin precedentes ni consecuentes articularon un género nuevo (el teatro) que expresaba, mediante un doble engaño o ficción escénica, la única certeza a la que un ser racional puede acogerse, a saber: que nuestra capacidad para alcanzar la verdad en cualquiera de sus dimensiones (especialmente la verdad moral) está marcada con una ambigüedad esencial. La tragedia muestra mejor que ningún otro artefacto o construcción intelectual la indeterminación de la realidad; algo que, lejos de empobrecer la condición humana, al respetarla en su “naturaleza”, nos hace humanos.

¿Se puede deducir de la tesis de Critchley que Antígona, que reconoció que ella «había nacido para amar y no para odiar» está en el mismo nivel antropológico que Creonte cuando apela al origen divino de su autoridad política para condenar a muerte a su sobrina?

Pues sí, si seguimos coherentemente la tesis (estructuralista) expuesta por Critchley.

¿Quiere esto decir que su trabajo carezca de valor? En absoluto, contiene aciertos parciales, detecta el núcleo de los problemas que la tragedia plantea y tiene una capacidad pedagógica cierta a la hora de explicarse.

Hay un problema de fondo (cuyo alcance no puedo criticar en este espacio) y otro de forma que lo refleja.

Trataré de explicar lo último brevemente.

En Tragedia y modernidad, Critchley planteaba sus tesis de corrido y dándoles una o varias vueltas; aquí, en cambio, ha troceado sus planteamientos en un sinfín de pequeños capítulos, me imagino que en aras de una mayor claridad. Y ahí ha surgido el problema. Lo que era una intuición se plantea ahora como un mecanismo insuficiente que pretende ser implacable en la disputa. El resultado es el contrario del deseado: para trazar una “filosofía de la tragedia” se acaba ejecutando una “tragedia de la filosofía”, en la que él es el primero que acaba cayendo. Y por eso no duda en menospreciar nada menos que a Platón, a Hegel, a Nietzsche o a Heidegger. La tragedia según Critchley se convierte en la tragedia de Critchley.

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