La libertad en regresión o la tendencia a la tiranía

Una de las expresiones más deslumbrantes de la literatura universal puede ser cuando Antígona dice que, enterrando a su hermano Polinices, sabe que va a cometer un “santo delito”.

Se trata de un oxímoron o unión de dos conceptos en principio antitéticos: lo santo y lo criminal. Digo en principio porque por “santos y criminales” pasaron entre otros Jesucristo y Sócrates, cada uno a su manera. Ahí está justamente una de las características de la tragedia que la hace universal: la dificultad de dirimir la bondad o maldad de las acciones, la incertidumbre moral en la que se encuentra el ser humano.

La Antígona de Sófocles está estructurada en un prólogo, cinco episodios dramáticos seguidos de otros tantos cantos corales. En el segundo de ellos se exalta todo lo que el hombre ha logrado dominar en la tierra y en el mar, pero se subraya que lo único que no ha conseguido dominar es el Hades, la muerte.

La tragedia griega añade un elemento específico que nos debería obligar a reflexionar con el máximo rigor y sin descanso antes de actuar. Se trata de la convicción de que las acciones humanas, en la medida en que tienen parte de su origen en lo inconsciente y lo irracional, tienen consecuencias graves y que, en determinadas ocasiones, traen a la vida humana lo funesto, lo desastroso. En concreto, los trágicos formularon el concepto de “até”, una ceguera que impide a los personajes acertar en sus valoraciones morales de la realidad. Esa até u obnubilación de la mente que trae el desastre y la ruina podía estar provocada por los dioses, pero no sólo por ellos; el hombre sigue siendo responsable.

Lo peor es que la maldición se transmitía al destino de las siguientes generaciones, una idea que nos parece anacrónica pero que no lo es tanto. España vive desde hace pocos meses una situación política que, si recordamos que entre el siglo XIX y el XX nuestro país ha padecido cinco guerras y una dictadura de 40 años, empieza a resultar inquietante. Felipe González ha empleado con reiteración un símil tan elocuente como certero: se están royendo los fundamentos de la casa, todo parece que sigue en pie, pero, cuando así se actúa, un día el edificio entero se viene abajo. La realidad es que todas esas guerras recientes (incluyo la de Independencia) han tenido un elemento en común: la puesta en cuestión de lo que se menciona en el artículo 56.1 de la Constitución de 1978, es decir, “la unidad y la permanencia” del Estado español.

No está de más recordar que fue en el periodo de oro de la cultura griega, bajo el mando de Pericles (462-429 a. C) cuando, abandonando las ancestrales estructuras oligárquicas y teocráticas, se esboza la primera forma conocida de democracia. De hecho, hay un vínculo profundo entre la tragedia griega y esa nueva forma de organización política que se centraba en el presente y que, acaso sin plena consciencia, pretendía proyectarse sobre el futuro humano como una conquista para siempre. Se ha escrito con razón que la Atenas de siglo V a. C., la que alumbró también la filosofía, la ciencia histórica y el canon del arte realista occidental (el Partenón se inauguró en el año 438 a. C), fue una “teatrocracia”.

Lo esencial de mi inquietud sobre la situación política española está en la forma en que el poder se está ejerciendo por quien lo ostenta. Trataré de argumentar con la ayuda de Antígona en qué medida se está produciendo una peligrosa tendencia a la tiranía.

No estoy afirmando que considere a Pedro Sánchez un tirano. No, porque no lo pienso. Mantengo que, todavía hoy, sigue siendo un político democrático. Aceptar este punto (no que no sea un tirano, sino que yo no pienso que lo sea) resulta capital para entender el razonamiento y alguna de las claves que nos puede proporcionar dicha tragedia.

Recordemos brevemente el argumento de la obra: el cadáver de Polinices, que ha librado y perdido la guerra civil contra su hermano Eteocles, yace insepulto a las puertas de Tebas por orden del rey Creonte. Antígona, una de las dos hermanas del muerto se rebela contra dicha ley y, por dos veces, recubre el cuerpo sin vida con tierra, piadosamente. Por ese “santo delito” es condenada a muerte por Creonte que, además de su tío es su futuro suegro: Antígona es la prometida de Hemón, hijo del rey. Al final, las dos líneas dinásticas, Labdácidas y Meneceos, quedarán destruidas no por un problema de legitimidad sino por la soberbia en el modo de ejercer el poder.

Creonte ostenta también el poder religioso y ha dictaminado legítimamente. Polinices se ha levantado contra el reino, ha sembrado la ciudad de muerte. Antígona, no obstante, “nacida no para odiar sino para amar”, apela a su conciencia: “Dios, a mí, no me da esas leyes”. Antígona prefiere la muerte a la impiedad, lo que, para su hermana, Ismene, es una forma de locura.

Para entrever el sentido de la tragedia –no tanto la de Antígona, sino la tragedia de Creonte– hay que fijarse, y mucho, en las palabras concretas. Proclama Creonte:

“Ahora yo poseo todos los poderes y dignidades por mi cercanía con la familia de los Layo” (v. 173)

“Yo, que veo la desgracia acercarse a la ciudad…” (v. 184).

El coro parece que le secunda: “A ti te es posible valerte de todo tipo de leyes, tanto respecto de los muertos como de cuantos estamos vivos” (vv. 214.215).

Yo poseo el poder, yo soy capaz de ver, yo gobierno la vida y la muerte… Yo, yo, yo. ¿Nos va sonando?

Lo que llama más la atención es la ausencia de la capacidad de dudar de Creonte. Pero conocemos su final desolador cuando trae en brazos a su hijo Hemón, el prometido de Antígona, que se ha suicidado a causa de la soberbia de quien le engendró y le puso su nombre: Hemón, que significa “sangriento”.

Dos formas de locura se enfrentan en Antígona: la locura de la justicia y la locura del poder.

He contemplado con estupor la incapacidad de dudar del presidente al menos en dos ocasiones: cuando convocó elecciones tras el fracaso de las municipales y autonómicas, y, cuando, tras la noche de las generales, “sabía que iba a gobernar”. Y cabe preguntarse: ¿es que Pedro Sánchez es incapaz, de pararse a medir las consecuencias de sus actos? ¿a tal punto le ciega la locura del poder?

Resultó durísimo comprobar con mis propios ojos y oídos el desprecio al adversario en la primera sesión de investidura, negándose siquiera a parlamentar, y fue peor aun cuando le vi reírse de su oponente, con una risa extraña y ominosa, en su propia investidura.

Cada día que pasa la cosa empeora. El presidente del Gobierno se enfrenta con los demás demócratas, dentro y fuera de España, mientras traza alianzas con quienes siguen amparando a los asesinos.

Hannah Arendt escribió que sólo se puede profetizar lo bueno por venir. Profetizar el desastre no es profetizar porque, para los hombres, el desastre (el Hades) está asegurado. Veo la trayectoria del presidente tan ciega y errática que, en un contexto democrático, me resulta imposible imaginar que pueda mantener al tiempo el poder y semejante proceder. O cambia o tendrá que dimitir. El tiempo nos lo dirá.

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