My friends are my state (Emily Dickinson)
Nos conocimos relativamente tarde. En el colegio. Yo volvía de Inglaterra, después de varios años. Tú te habías incorporado al colegio en mi ausencia. Como con casi todo lo mejor, no te esperaba. Ni tampoco te supe reconocer de primeras. Mi impresión inicial fue engañosa: estábamos en el recreo, jugando al futbol, supongo, y recuerdo tu mano extendida indicándome con el dedo en que lado de la cancha debía de colocarme. Creo que ha sido la única vez en nuestra vida en la que has conjugado conmigo el imperativo. Me sacabas una cabeza, por lo menos, pero no te hice ni caso. Por aquel entonces, de un modo muy matizado por mi paso por el extranjero, yo mantenía una conciencia reforzada de mí mismo y de la importancia de la competencia y el poder. Al fin y al cabo es como nos habían educado. Algo que tanto tú como yo, juntos y por separado, hemos intentado borrar completamente de nuestras vidas. La aversión al poder, a la fuerza bruta, a la imposición era algo que hemos tenido en común y que, aunque no nos haya “llevado lejos en la vida”, nos ha protegido frente a muchas tentaciones, banalidades y, lo más importante, frente a irreparables pérdidas de tiempo. Tú por entonces ya hacías lo que te daba la real gana, en casi todo. Venías a clase, o no. Estudiabas, o no. Te apuntabas a los planes, o no. Contigo nunca se sabía. En mi proceso de aborrecimiento del poder – que no es otro, por decirlo ya de una vez en positivo, que el del amor a la libertad individual – esa actitud tuya me atrajo fuertemente. No me refiero tanto al hecho de que hicieras más o menos lo que te parecía bien, en un contexto en el que nadie nadie se salía del carril, sino a la incertidumbre que eso creaba a tu alrededor. Hasta el último momento de tu vida fuiste así: alguien literalmente incontrolable. Recuerdo una vez que llegué al colegio a primera hora con algo urgente que contarte (me imagino que se trataba de algún mal de amores). Ansiaba verte, trasladarte mi angustia y escuchar tu voz. Pero… naturalmente, ese día no habías venido. Estarías haciendo el jardín de casa o compras con tu madre, qué mas daba. Para ti era algo mucho más importante que un día más o menos de colegio. Me llevé un chasco pero aprendí de ti que nadie posee a nadie. Y así lo hemos vivido durante más de cuarenta años. Entre nosotros desde luego, y con los demás. Eso nos ha llevado a compartir solo lo mejor. Ahora que lo pienso, al escribirlo, descubro que en tu actitud había algo más indefinible si cabe. Tú (mucho más aún que yo) manifestabas ya, de alguna manera, que no estabas hecho para este mundo. Estabas en las cosas, las que fueran, pero sin estar del todo. Tu presencia era siempre bienvenida. En cualquier momento. En cualquier situación. Tu alegría, tu lucidez, tu ternura. Siempre sabías qué hacer, cómo responder, cuándo actuar. Pero para los que te conocíamos a fondo sabíamos que todo aquello, que tan bien sabías manejar, no te acababa de importar; por cierto eso también a veces nos hacía sufrir justamente a los más próximos. Tu modo de estar sin estar del todo nada tiene que ver con esas realidades tan horrendas como estúpidas: el escepticismo, la ironía, la falta de compromiso (que se lo cuenten a tus compañeros de despacho en el periodo duro de la crisis). ¿Qué era, entonces, tu desapego, esa sutil separación? Era otra cosa sobre la que ahora me pregunto. Lo voy a decir directamente: creo que tú conocías, mucho más que ninguno de tus amigos, el misterio de la vida, la realidad de su carácter transitorio. Vivías aquí pero de alguna manera sabías que esto era como la parte de atrás de un telar. Seguramente tus juicios, tus convicciones, tu capacidad de relativizar y de situar las cosas en su sitio tenía mucho que ver con esto. Estabas más cerca que nadie que yo haya conocido de la verdad. Ésa era la profundidad de tu alma, en la que brillaba una centella. Ésa era la belleza de tu modo de ser. Único. Independiente de todo. Incluso amarte era algo que no se podía del todo perfeccionar, porque tú estabas y a la vez no estabas. Eras así. Como el trazo de una estrella fugaz en el firmamento. Apuntabas al fondo del azur y no consentías que nadie se quedara en la mera luz que sin duda irradiabas.
“creo que tú conocías, mucho más que ninguno de tus amigos, el misterio de la vida, la realidad de su carácter transitorio”
Lo leía otra noche; por ser que poco antes, se me ocurrió leer a Mijail I. Lermontov, sus versos en Anthologie de la poésie russe (choix, traduction & commentaires de Jacques David, Stock, 1946), volví a aquella página que reproduce uno de sus más famosos poemas “Dernières volontés” (Завещание).
Y era como si…, como si había entre mis manos el poema y la glosa. O el cumplimiento de un testamento.
“Dis-lui” […] “dis-lui”
Eso fue una casualidad.
Lo que resiste, es la gracia (la grâce), la gracia religiosa expresada en las líneas del amigo cumpliendo no sólo como testigo: Álvaro, qué bello resulta para sus lectores contemplar la gratitud (“pero aprendí de ti”… “esa sútil separación”). No cito. Recito.
h.