Hemingway publica The sun also rises (más tarde titulado Fiesta en la edición inglesa) en 1926, mientras tenía una aventura con Pauline Pfeiffer, con la que se casó en mayo 1927 tras divorciarse de Hadley e ingresar obligado – Pauline pertenecía a una familia católica de Arkansas– en la Iglesia Romana renunciando formalmente a la fe de sus padres. Pero aún hay más. Hemingway había ejercido como periodista y corresponsal en Europa de un periódico canadiense desde finales de 1921, mientras iba escribiendo sus primeros cuentos y sketches. En aquella primera estadía parisina fue inmensamente feliz, al lado de Hadley, trabajando duro para el periódico (lo que le lleva por cierto a recorrer media Europa realizando reportajes) y robándole horas al día para escribir la literatura que quería. Ya entonces conoció a una parte de la bohemia literaria anglosajona, lo que incluyó a Pound, a Joyce y a Gertrude Stein, que se constituyó en buena medida en su mentora literaria (a través de ella se introdujo fascinado en el ambiente de los pintores cubistas, especialmente en el de los españoles venerados por su maestra). Seguramente esa mezcla de trabajo periodístico (en el que la descripción y la inmediatez mandan) y de una poética modernista (empeñada en destruir la lógica racional con repeticiones y las más libres asociaciones semánticas e imaginarias) constituyeron a la larga el bagaje principal del escritor. En 1923 la pareja vuelve a casa para el nacimiento de su hijo John. En principio planean quedarse en Toronto pero la vocación literaria de Hemingway le devuelve a París. Está decidido a dejar el periodismo y dedicarse de lleno a la escritura creativa. A partir de la vuelta en 1924, se introduce poco a poco en nuevos ambientes, más allá del literario de la bohemia de la orilla izquierda del Sena. Periodistas de moda, gentes del cine, ricas herederas, aristócratas. Por entonces conoce a Scott Fitzgerald que, en el mes de abril de 1925, ha publicado con gran éxito El gran Gatsby. Hemingway necesita despegar, romper con los esquemas más estrictos del modernismo y, con ello, el techo de cristal de una literatura minoritaria y ensimismada. No tiene el genio de Joyce, ni siquiera el talento de Fitzgerald (aunque éste siempre pensó lo contrario) pero era tenaz, había heredado la rigurosa disciplina de sus padres, había vivido lo suficiente (una guerra mundial, el contraste del conservadurismo paterno con la libertad moral que reinaba en el París de su generación), madurado, leído (sobre todo a los autores rusos de la edad de oro), viajado y conocido ya a algunos de los mejores escritores de su época. Está literalmente harto de los juegos delirantes de una Stein caprichosa y castradora que imponía los demás insoportables cargas siendo ella rica por su casa. Durante cuatro largos años, de la mano de su esposa ha querido hacer un trabajo decente (como confesará cuarenta años más tarde en un párrafo emocionante del final de París era una fiesta), pero ese ideal artístico (del que no obstante mantendrá lo esencial) como modelo ha dejado de tener sentido para él. ¿O no? Nunca será capaz de ver claro en ese abismo personal en el que se mezclaron lo más radical de la vida y de la literatura: el amor, la vocación, la libertad. El abismo de la traición a Hadley, a sí mismo, al arte, planeó como una sombra sobre cada uno de sus escritos, otorgándoles por lo demás densidad y sutileza. No hará falta esperar a la lectura de sus memorias para reconocerlo. Ya en su primera novela, en esas dos palabras (“Roncesavalles”, “frío”, repetidas en medio de un pasaje cualquiera, aparece la marca cainita de un destino a la vez exitoso y frustrado (Del libro Órdago. Un paseo por la frontera vasca del Pirineo, de próxima aparción).