Élisa (Jacques Chauviré)

En el epílogo que cierra el relato autobiográfico de la infancia, cercano ya a su muerte, Jacques Chauviré escribe lo siguiente: “A mi edad es preferible no hablar y esperar… Nunca me basté a mí mismo. Siempre he necesitado a otras personas, no tanto en espíritu o palabras como en la mera presencia carnal” (61). Presencia tiene mucho que ver con presente, con el tiempo presente pero también con el significado que esa palabra mantiene en castellano de regalo. Élisa en realidad podría haber sido un canto a la ausencia desprovisto por tanto del menor futuro. La ausencia del padre muerto en la Guerra del 14, la sustracción del nombre propio y la falta de una alegría de vivir sofocada entre las penas de una madre por lo demás tierna y amadísima. “Sí – continuaba mamá–, todo el mundo dice que te pareces a él, pero tú eres más timorato. Cuando murió te cambiamos de nombre. Ya no te llamas Jacques, sino Iván, como él.… Tampoco podía servirle a mamá de sustituto de mi padre, si bien a veces ella parecía esperar que así fuera.” (20). Pero la luz (la luz que contiene el ejercicio literario logrado que es Élisa) existe para iluminar la tiniebla. Aparece alguien y la vida cambia. Se desea estar a su lado. Se anhela su presencia, compartir el momento presente, disfrutar del regalo que esa persona es. “Ella me llevaba de la mano. De vez en cuando corría un poco entre risas, como si yo hubiera sido su niño pequeño, creo que me hubiera gustado serlo. Me pareció entonces que Élisa saboreaba conmigo unos instantes de sencilla felicidad. Como si ambos estuviésemos doblados” (28). Multiplicados. Entrelazados. Fundidos. Precioso relato sobre la infancia. Sobre las más pequeñas sensaciones. Sobre la capacidad profética de la buena literatura.

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