El samovar (un cuento de Navidad)

Para Isa

En mi casa se usaba el samovar de cobre tres veces al año: el día de Navidad, el de Año Nuevo y el de Reyes.
En esos tres días, en un corto espacio de tiempo, comíamos todos juntos, incluido el servicio, esparcidos por el salón.
Comenzábamos siempre por una taza de consomé que se vertía, en unas tazas azules de porcelana de Meissen, desde el enorme samovar.
El resto del año, ese objeto extraño y mágico, de un cobre rojo pulido, presidía majestuoso nuestra casa desde las sombras del comedor principal.
Quizás porque lo identificaba con el consomé caliente, a mí me parecía que el resto del año era como un fuego vivo en el centro de nuestra casa.
Hay que decir que, como las tribus de Israel o como los meses del año, nosotros éramos doce hermanos: sí, una familia bíblica, en varios de los sentidos de la palabra.
Yo soy el anteúltimo, el onceavo, como en el famoso cuento de Kafka. Recuerdo perfectamente que, durante aquellas comidas familiares, mientras las tazas pasaban incandescentes de mano en mano, yo pensaba que éramos un montón de gente y que era increíble que yo y mi hermana pequeña hubiéramos nacido; cuánto se debían de querer mis padres, pensaba entonces, para que hubiéramos nacido todos hasta llegar a los más pequeños. Alguien pudiera creer, al conocer por encima nuestras circunstancias, que mi madre debía de ser una pobre mujer, sometida por mi padre o por el entorno social. Nada más alejado de la verdad. Mi madre era una auténtica generala, y jamás hubiera tenido ni un solo vástago si no le hubiera dado la real gana. Pero, qué más da eso ahora. No viene al caso.
Lo esencial era que yo estaba fascinado por aquel objeto grande, bello y silencioso. No me dejaban servir las tazas pero con el tiempo a mi hermana pequeña y a mí nos permitieron distribuirlas de un lado a otro del salón. No recuerdo que se nos cayera ninguna. Poníamos el máximo cuidado en ir de aquí para allá distribuyéndolas. No me puedo olvidar del color rojo bruñido del samovar, ni de los reflejos y sombras que producía cuando alguien pasaba por delante y se interponían con la luz de la enorme araña de cristal que colgaba del techo. El samovar brillaba casi como un espejo. Estaba siempre reluciente, pero en aquellos tres días señalados refulgía con una luz que parecía de fuego. El consomé tenía también un color rojizo, de un rojo dorado, distinto del de la superficie metálica y blanquecina del samovar. Yo pensaba que las paredes interiores soltaban alguna sustancia que coloreaba la sopa y la ensombrecía al mezclarse con ella. Eran dos rojos distintos pero conectados entre sí. Había que estar ciego para no distinguir y apreciar por separado la belleza de cada uno de ellos y del hecho de que estuvieran en una relación de procedencia.
De todos los recuerdos de infancia que conservo, el momento del reparto del consomé, al inicio de la serie de tres comidas, con mis hermanas mayores vestidas de fiesta, alrededor del samovar, con sus largos cabellos cobrizos, es uno de los que más profundamente se me ha grabado en el alma. El calor animal de la bebida y el de las manos que sostenían las tazas, para, de vez en cuando, mientras yo pasaba por delante, acariciarme el pelo o la mejilla. También recuerdo a mi madre, contemplándolo todo en silencio, atenta, muy atenta. Mi padre, en cambio, reía desenfadado con mis hermanos y contaba cosas que yo no entendía aún. Yo me acercaba más a las mujeres. Me sentía más a gusto a su lado, más protegido y querido. Más comprendido, también.
Pero a quien más quería era a Joaquina, la cocinera. Ella era la única encargada de accionar la válvula revestida de madera sobre el grifo y dejar salir el brebaje para que cayera suave y copiosamente dentro de cada taza y con nuestra ayuda llegara hasta cada uno de nosotros. Joaquina, mi pequeña hermana y yo formábamos un equipo perfectamente coordinado. Si distribuíamos veinte tazas, incluyendo las de quienes repetían, cada vez ella me sonreía y me pedía con cariño que tuviera cuidado. A mí no me importaba su insistencia, viniendo de quien venía. La liturgia había comenzado en realidad la noche de la víspera. Después de la cena, Joaquina se sentaba junto al trasto y le sacaba brillo con la ayuda de un paño con el que extendía un líquido grisáceo. Distribuía equitativamente el pegajoso ungüento y después lo frotaba con otro paño blanco que terminaba totalmente ennegrecido. ¿Cómo podía salir tanta porquería de algo que a simple vista parecía impecable? A cambio de aquel esfuerzo, el samovar brillaba en medio de la noche como las brasas de un fuego en medio de un bosque. ¡Qué destellos! La limpieza duraba un rato largo, y entonces Joaquina aprovechaba para contarnos la historia de aquel objeto fascinante. Nos lo había regalado Nadine, una princesa rusa a la que mis padres habían ayudado después de la Guerra. Familia lejana de los Romanov, había llegado a Francia huyendo de los soviets. Se instaló en una villa de San Juan de Luz y cuando los nazis invadieron el país se pasó a vivir a Irún. Mi padre le había ayudado con las gestiones consulares. Cuando conoció a mis padres se entendieron a la primera y se puede decir que se refugió en mi familia como si fuera la suya. Pasamos varios veranos juntos en el Norte. Alquiló una casa al lado de la nuestra. Amaba a Francia por encima de todo; era la cultura en la que había sido educada en San Petersburgo. Mi madre contaba que, en la playa, la buena mujer extendía sus manos para intentar tocar con los dedos su patria de elección. Y lloraba. Incluso un día, mientras se estiraba, con la ingenua intención de acariciar la costa francesa, llegó a desmayarse. “Era por el dolor”, decía siempre Joaquina al llegar a este punto. A nosotros Nadine nos observaba con una mezcla de admiración, perplejidad y melancolía. Al morir dejó su herencia a un sobrino que vivía en Holanda, pero apartó para nosotros el samovar. En una nota le decía a mi madre que pensaba que nosotros sabríamos disfrutar de sus qualités magiques. “¿A qué se refería, Joaquina?” “No lo sé a ciencia cierta. Creo que ella decía algo que tenía que ver con el amor de tus padres”. Entonces, cuando estábamos en lo mejor del relato y de nuestras charlas, sonaba la voz de alguno de mis hermanos con la orden de que debíamos acostarnos al instante.

A estas alturas, pensará el lector que éramos una familia de la aristocracia o algo así. En absoluto. Éramos una familia de vascos residentes en Madrid y que veraneaba en Fuenterrabía. Nuestro contacto con la aristocracia o con Rusia se limitaba a la presencia del samovar en casa y al recuerdo entrañable de su dueña que perduraba especialmente en mis padres. De hecho, no fuimos capaces siquiera de darle al samovar su uso habitual: el de contener y mantener caliente el té. En mi casa se tomaba poco té. Al principio mis padres intentaron usarlo para ese fin, pero por alguna razón el té permanecía allí horas y horas, con el hornillo encendido una y otra vez, y al final alcanzaba tal grado de concentración que su amargor resultaba insoportable.
En Rusia el samovar era (y sigue siendo) un objeto imprescindible en la mayoría de las casas. En las ricas es de cobre, en las de los pobres de latón. Calientan el té y lo mantienen allí a lo largo del día. Se lo sirven cuando quieren y lo toman, introduciendo en la boca un terrón de azúcar que se disuelve al contacto con el calor del agua. He dedicado mi vida a enseñar literatura y me he encontrado muchas veces el samovar en mis lecturas de autores rusos. Casi se puede decir que, como en un interminable viaje hacia atrás, hacia mi infancia, las buscaba de hecho y las retenía sin esfuerzo. Recuerdo, por ejemplo, que una de las ocupaciones de la criada de Ganas de dormir, un cuento de Chéjov, la que acaba ahogando al niño es, precisamente, encender el samovar. En verano lo sacan a las galerías de las casas de campo, a los jardines, y hasta lo transportan cuando van de excursión al campo. Recuerdo esta cita de Diario de un hombre superfluo, de Turguénev: “Pero si en las inmediaciones de la ciudad hay un miserable bosquecillo de abedules, los comerciantes, y a veces hasta los funcionarios, van por allí los domingos y los días de fiesta, cargados de samovares, empanadas y sandías, disponen todos esos manjares sobre la hierba polvorienta que bordea el camino, se sientan en círculo y se atiborran de viandas y de té hasta la caída de la tarde”. En todas las circunstancias, hasta en las más difíciles, el samovar (como el fuego, como el lecho) era una defensa contra la dureza del mundo. En La isla de Sajalín Chéjov se relata la llegada de una partida de presidiarias que poco después son ofrecidas en matrimonio a unos pocos presos afortunados. Así relata Chéjov la entrevista entre un preso y una de esas desdichadas: “El preso se sienta a su lado y entabla una conversación sincera. Ella le pregunta si tiene samovar, si su isba está cubierta de tablas o de paja. Él responde que tiene samovar, un caballo, una ternera de dos años, y que su isba tiene techumbre de tablas. Sólo después de ese examen doméstico, cuando ambos sienten que el asunto ha concluido, ella se decide a preguntar: “¿Y no me maltratarás?” ¡¡El samovar viene antes que un posible maltrato!! Y más adelante comenta el escritor: “Al llegar a casa, la primera tarea de la mujer es encender el samovar, y los vecinos, al ver el humo, comentan con envidia que Fulano ya tiene mujer”. El caso más extraño de los que recuerdo es el que se recoge en un pasaje del Diario de un escritor de Dostoiewski en el que cuenta el caso de una mujer que quemó la mano de su propio hijo poniéndola bajo el agua caliente de un samovar.
Pues nosotros usábamos el samovar solo para servir consomé tres veces al año. Y sólo hasta el año en el que nuestra madre murió de cáncer. Mi padre, al poco tiempo, murió también. Y todos nos dispersamos, como la vida, por muy diferentes lugares. Yo me fui a los Estados Unidos de América a estudiar literatura y desde entonces vivo allí enseñando en una universidad. Vivo solo en un modesto apartamento sin amueblar de nuestro campus. Cuando volví a España a enterrar a mi padre repartimos, con la herencia, los muebles de la casa. Mis hermanas hicieron doce lotes y todos fuimos eligiendo el que preferíamos. Yo buscaba sólo el samovar. Me lo imaginaba presidiendo las noches solitarias de mi habitáculo. Lo hubiera cambiado por todo lo demás. Era lo único que me interesaba. Pero comprobé con tristeza que no estaba entre las cosas que se repartieron. No quise preguntar nada. Seguramente mi padre, después de la muerte de mi madre, en algún cambio de casa, se deshizo de él. Era grande e inútil. Quizás lo vendió bien, pues valía un buen dinero. Era una pieza del siglo XVIII, como luego he conseguido saber.
¡Qué más me da! A mí lo que me importaba era su valor sentimental. Por eso he buscado siempre, allá por dónde he ido, su reflejo en otros objetos. Cada vez que he comido en un buen restaurante, he procurado entrar en la cocina y, con el permiso del cocinero, he admirado y acariciado los recipientes de cobre. Sólo verlos me cambiaba el estado de ánimo; he comprado algunos también para mi cocina de hombre soltero, y los limpio con el mismo ungüento gris y los veo brillar por las noches desde el sofá del salón. Cuando enterramos a mi padre pasé cuatro días en Madrid. Alargué mi estancia sólo para poder cenar una noche en casa Lhardy. Recordaba que allí, frente al gran espejo, había un samovar (por cierto lleno de consomé también).

Me he preguntado muchas veces porqué me fascinaba ese objeto con forma de mujer gorda. ¿Sería el parecido con una venus neolítica? ¿Sería por el mero hecho de ser de cobre? Sabía que ambas cosas fueron descubiertas y manipuladas por primera vez en el calcolítico y que la ductibilidad de los nuevos materiales permitió configurar formas volumétricas. Pero a quién le importa ese dato. A mí no me mueve eso, desde luego. Un samovar de cobre es una forma poco evolucionada y nos conecta con algo tan primigenio como necesario. Como la forma de ser, las palabras y las manos enrojecidas de Joaquina, en las que había algo radicalmente humano anterior a las leyes de todo tipo que con frecuencia nos asfixian. Las leyes y normas familiares, en primer lugar. Qué cosa más curiosa y complicada, la familia. Cuántas veces me he preguntado dónde se quedó todo ese amor que compartimos antaño. Yo pensaba que, con el consomé, estábamos repartiendo alguna bebida mágica que nos conectaría a través del cobre del samovar con algo eterno y duradero. Pero no fue así: tras la muerte de mis padres, e incluso antes, la familia se desintegró en buena medida. Cada uno tiró por su lado, creó a su vez un hogar propio que seguramente, ojalá me equivoque, con el tiempo se desintegrará también. Nos empeñamos en construir cosas pero al final lo cierto es que no queda apenas nada. Los vermes y el olvido del poeta ciego. Todo se transforma constantemente. Todo cambia y el abismo de una brecha se abre amenazante ante nuestros pies. Si hubiera existido algún brebaje que nos mantuviera a todos unidos, yo hubiera sido el primero que hubiera bebido hasta hartarme y que aún hoy lo seguiría bebiendo. ¿Lo hay? Tampoco lo sé. El nuestro, con el pasar del tiempo, se reveló incapaz de obrar el milagro. A mí me queda el olor animal de las manos de Joaquina, cuando me pasaban una taza o cuando me acariciaba. Me quedan sus palabras y sus historias y ese algo primitivo que había en sus silencios y en su forma de amar. Tan solo eso a lo que me agarro con fuerza en las noches solitarias en mi apartamento de soltero del viejo campus de una universidad americana.

 

La foto está tomada ayer por © Elin Helström en Lidköping, Suecia.

3 Comments El samovar (un cuento de Navidad)

  1. rfu 31/12/2014 at 17:48

    Sospecho que el único bebedizo que consigue que los sueños se encarnen es la esperanza. No siempre, no todos, no sin heridas. Pero tiene poderes reales.
    Feliz 2015, Álvaro.

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    1. Álvaro de la Rica 31/12/2014 at 18:55

      ¡qué razón tienes, querida rosafu: reales y presentes, no vivimos de otra cosa! (ves qué respuesta catártica provoca la literatura (en este caso hablar de literatura es decir mucho, mais…)). Gracias por leerme y por comentar y muy muy Feliz Año y que nos sigamos viendo

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  2. Phil Camino 10/01/2015 at 17:22

    Aprovecho la lectura de tu precioso cuento para felicitarte el Nuevo Año querido Alvaro. Sigue regalándonos piezas como esta. Y sí, ponle un té a la esperanza, pero antes de que amargue. Gracias.

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