Hace ya algún tiempo paseaba con La maga: nos habíamos confesado, mostrado las heridas aún abiertas y curado mutuamente. Como si fuera una consecuencia de la paz que nos invadía en ese momento, me quiso mostrar un lugar, una casa de thé escondida entre las calles de Grácia. Eran las ocho y diez de la tarde. Me acuerdo de la hora exacta porque el lugar estaba ya cerrado. Miramos con pena el letrero que indicaba las horas. Nos disponíamos a dar media vuelta cuando el rostro delicado y sonriente de una mujer se aproximó al cristal de la puerta. Con una amabilidad oriental nos invitó a pasar. Agradecidos por la deferencia, no sin cierto pudor por estar tal vez molestando, nos introdujimos en un espacio naranja en el que había una mesa de madera oscura preparada con una docena de servicios de thé. Las tazas y los platos formaban el más armonioso mosaico azul y verde agua. Todo estaba dispuesto. ¿Para quién? A nosotros nos estaban reservados sólo los olores. La mujer nos invitó a pasar al interior y nos hablaba con una voz suave y melodiosa. A la vez que nos mostraba los olores más insólitos y penetrantes (aún hoy podría recordarlos y describirlos con la máxima precisión), nos contó una parte de su vida, seguramente la más hermosa: sus viajes, sus dones naturales (entre los que sobresalía un “olfato absoluto”: la capacidad de distinguir olores uno entre mil), su inquietud, sus ilusiones para el tiempo por venir. Mientras éramos introducidos en una atmósfera de ensueño (no era fácil distinguir aquel espacio de un rincón de una calle en un cuadro de Vermeer), yo pensaba por mi cuenta. Junto a la primera mujer había otra. Por un momento me pareció una ninfa. Permanecía en silencio pero nada hubiera sido lo mismo sin ella. Me admiró desde el principio su delicadeza al saludarnos. ¿Nórdica? ¿Mediterránea? No sabría decirlo con precisión; acaso reunía lo mejor de ambas. La escena que se me presentaba no era la de la magdalena de Proust, aunque la anámnesis tampoco estaba del todo ausente: ” y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de thé en la que había echado un trozo de magdalena. En el mismo instante, me estremecí… un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba… ¿cuál puede ser ese estado ignoto que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las realidades?” La escena era también otra, ocurrida una y mil veces desde hace dos mil años: recuerdo a mi madre que me la susurraba de niño, antes de acostar: dos hermanas amaban al mismo hombre. Un día le invitaron a cenar. El mismo amor revestido de dos actitudes casi opuestas. Una prepara su cuerpo y su alma para recibir al Amado. Un día entero de autocontemplación y cuidados propios. La otra hermana, menor en años, se olvida de sí misma y atiende a los preparativos del encuentro: la comida, la mesa, las flores de la casa. El amor no le permite detenerse hasta lograr una atmósfera única. Por fin llega el hombre y se admira de cuanto le rodea. Está feliz en esa casa. Conoce mejor que nadie el amor que le prodigan. Pero cuando tiene que elegir, escoge a ambas por la sencilla razón de que las dos le aman.
Mirando a mi alrededor, aquella pequeña estancia me pareció Betania.
Nos costó salir de allí…
¿Habíamos vivido un sueño?
(La mujer de la foto es Inés Bertón)