Christian Bobin (1951) pertenece a una generación o grupo de escritores franceses que cada día dejan muestras más patentes de su acierto, de su calidad, de su riqueza. Nacidos entorno al final de la Ocupación, Pierre Michon, Pierre Bergounioux, Sylvie Germain, Pascal Quignard, Guy Goffette son sólo algunos ejemplos de autores cuyo denominador común contiene al menos estas notas: moverse en un territorio literario fronterizo, más acá de lo autobiográfico, lo filosófico y lo ensayístico que de lo propiamente narrativo, una intensa y a la vez indirecta concentración en los problemas del yo, una voluntad manifiesta de tratar asuntos en principio menores o íntimos (minúsculos en el sentido que Michon da a esta palabra), la intención claramente estética de componer textos bellos, armoniosos, claros. Una muestra: “Estamos retenidos en el interior de nosotros mismos, entre los muros de la voz oscura. Ya no hay ni libro ni lector. No hay más que uno mismo, encerrado en la oscuridad, aprisionado en el vacío. Pasamos por las páginas pero ya no se trata de leer. Se trata de otra cosa, no sabemos qué. Otra cosa. Uno lee como ama, uno entra en la lectura como se enamora: por esperanza, por impaciencia. Bajo el efecto de un deseo, bajo el invencible error de ese deseo: conciliar el sueño en un único cuerpo, tocar el silencio con una sola frase” (página 90). Bobin, de quien la propia Árdora ya había editado su Autorretrato con radiador, ofrece ahora este nuevo escrito, Un simple vestido de fiesta, que gira airosa y suavemente entorno a la lectura. Meditación, explicación, saboreo del goce de leer, de todo eso tiene un poco este texto impecable de apenas cien páginas. Escrito en presente, por una voz a la vez calurosa y distante, alguien va desgranando como las cuentas de un rosario las diferentes implicaciones que en su vida – y en la de todos– puede tener ese acto mágico, inexplicable, ¿sagrado? que es el encuentro íntimo con algunas de las vidas de un libro.