Para mí siempre es buen momento para reencontrarme en territorio Carver. Por eso me ha producido una enorme alegría que Anagrama (que editó sus cuentos en la segunda parte de la década de los 80) se haya lanzado a editar Carver Country, el libro en el que el fotógrafo Bob Adelman recogió cerca de 200 imágenes gracias a las cuales podemos recorrer con la vista el microcosmos en el que se desenvolvió un escritor verdaderamente extraordinario.
Raymond Carver vivió como tres vidas en una: primero la infancia y adolescencia en el condado de Yakima (Washington), vividas bajo el peso de un padre que le dejó un recuerdo amargo; después su vida matrimonial: se casó a los diecinueve años, tuvo dos hijos, cien trabajos para sobrevivir, aprendió a escribir buenas frases y mejores historias, cayó en el alcohol y en varias otras formas de depresión, fue muy muy pobre e infeliz y, cuando no pudo más, se divorció de su mujer y se quedó solo; por fin le llegó el éxito literario, rápido, fugaz, más que merecido, a una escala universal, y con él una cierta tranquilidad en la madurez, con el amor de Tess Gallagher, y la reconciliación con los suyos, y la enfermedad, un cáncer que le fulminó pero que no pudo arrebatarle ni la paz y ni la alegría de haber vivido y, como dijo en un poema memorable (recogido en este libro, en la página 145) de saberse amado, de sentirse amado en la tierra.
De cada una de esas geografías exteriores e interiores, de Yakima a Port Angels donde vivió el final de sus días, de los familiares a los que amaba y con los que se peleaba, de los lugares que frecuentó, de los pocos objetos que usó, de sus muchos y buenos amigos que consiguieron hacerle la vida más soportable, de todas esas huellas vivas, las mismas pisadas que encontramos en sus cuentos y en sus poemas, de todo ese entrañable material, nos ofrece Adelman una muestra sutil, elocuente y en cierto sentido inolvidable.