Ha muerto el Cardenal Martini. Se oye de todo. Algunos parece que necesitan sacar sus instintos más o menos bajos a relucir en ocasiones así. Las simplificaciones abundan. Yo confieso que si hubiera tenido que elegir a un sacerdote de la Iglesia Católica con el que cenar unos buenos spaghetti hubiera elgido al Papa actual o a Martini. Por nada distinto de que llevo leyéndolos más de veinte años, es decir toda mi vida adulta. No es la única, ni acaso la principal (todo ser humano tiene infinitas facetas), pero puede ser una manera adecuada de conocer un poco el interior de alguien. Su manera de mirar, de leer, de escribir. En ese sentido puedo decir que conocí bastante a Martini, y pienso conocerle aún más en los años venideros. Naturalmente, como me ocurre con Ratzinger, le debo mucho y, aunque alguno se llevará las manos a la cabeza, les veo a ambos no sólo perfectamente compatibles sino lo que es más extraordinario les veo como complementarios. Cito de memoria pero especialmente recuerdo a fondo sus libros sobre el Antiguo Testamento: David, Samuel, Jermías, los salmos, Elías, Jacob, su trabajo extraordinario sobre la vocación de los grandes patriarcas bíblicos… ¡Qué conjunto! ¡Qué tesoro acumuló en esas páginas este insigne lector! Se podrá decir todo lo que se quiera de la Iglesia romana pero hay una cosa indiscutible a la que soy muy sensible. Cuando hubo que elegir Papa hace pocos años, eran dos los nombres que más sonaban: un teólogo profesional (Raztinger) y un biblista experto en crítica textual (Martini). Dos de los mayores humanistas no sólo de dicha institución, sino del mundo tal cual. ¿Quién entre los escritores e intelectuales sabe griego hoy? ¿Quién es capaz de leer a Pico della Mirandola o a Petrarca en latín de manera fluida? Pues ellos dos lo hacían con total naturalidad. Creo que ese bagaje, esa cercanía física con las palabras de la Tradición, pesaría algo tanto en la autoridad que ambos tenían dentro de la Iglesia como en la inspirada elección final.
Ha muerto un “pontífice”. Y no hay puente que se precie que no ancle sus pilares en las dos orillas. La de más acá, conocida y confortable y la de más allá que da paso a lo desconocido. Reconozcamos el valor de quien se atreve a amar lo nuevo porque ahí está el progreso de lo hombres. Porque ¿que es amar sino conocer y comprender?. Parafraseemos: “Conoceos y comprendeos los unos a los otros”. Ese es el principal mandato que os doy. En palabras de un reconocido pensador del siglo XVII: ” Me he esmerado en no ridiculizar ni lamentar ni detestar las acciones humanas, sino en entenderlas” ¿que otra cosa puede ser amar? Y digamos con Ortega ” Yo desconfío del amor de un hombre a su amigo o a su bandera, cuando no lo veo esforzarse en comprender al enemigo o a la bandera hostil”.