Teología de la espera

Este domingo, tercero de Adviento, llamado “Domingo gaudete”, “estad alegres”, porque la antífona de entrada de la Santa Misa retoma una expresión de San Pablo en la Carta a los Filipenses, que dice así: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres”. Y luego añade el motivo: “El Señor está cerca” (Fil 4,4-5). Esta es la razón de nuestra alegría. Pero, ¿qué significa: “el Señor está cerca”? Cómo tenemos que entender esta “cercanía” de Dios? El apóstol Pablo, al escribir a los cristianos de Filipos, piensa evidentemente en el regreso de Cristo, y les invita a estar alegres pues es seguro. Sin embargo, el mismo Pablo, en su Carta a los Tesalonicenses, advierte que nadie puede conocer el momento de la venida del Señor (Cf. 1 Ts 5,1-2) y pone en guardia ante todo alarmismo, como si el regreso de Cristo fuera inminente (Cf. 2 Ts 2,1-2). De este modo, ya entonces, la Iglesia, iluminada por el Espíritu Santo, comprendía cada vez mejor que la “cercanía” de Dios no es una cuestión de espacio y de tiempo, sino más bien una cuestión de amor: ¡el amor acerca! La próxima Navidad vendrá para recordarnos esta verdad fundamental de nuestra fe y, ante el Nacimiento, podremos gustar la alegría cristiana, contemplando en el recién nacido Jesús el rostro de Dios que por amor se hizo como nosotros.
Uno de éstos, un doctor de la ley, le preguntó: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” (Mt 22, 36). La pregunta deja adivinar la preocupación, presente en la antigua tradición judaica, por encontrar un principio unificador de las distintas formulaciones de la voluntad de Dios. No era una pregunta fácil, si tenemos en cuenta que en la Ley de Moisés se contemplan 613 preceptos y prohibiciones. ¿Cómo podemos discernir, entre todos éstos, el más grande? Pero Jesús no titubea y responde con prontitud: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento” (Mt 22, 37-38) En su respuesta, Jesús está citando el Shemá, la oración que el fiel israelita reza varias veces al día, sobre todo por la mañana y por la tarde (cfr. Dt 6, 4-9; 11, 13-21; Nm 15, 37-41): la proclamación del amor íntegro y total debido a Dios, como único Señor. El acento se pone sobre la totalidad de esta dedicación a Dios, con la enumeración de las tres facultades que definen al hombre en sus estructuras psicológicas profundas: corazón, alma y mente. El término mente, dianoia, contiene el elemento racional. Dios no es solamente objeto de amor, de compromiso, de voluntad y de sentimiento, sino también de intelecto, y por tanto no debe ser excluido de este ámbito. Nuestro pensamiento debe debidamente adaptarse al pensamiento de Dios. Sin embargo, Jesús añade luego algo que, la verdad, el doctor de la ley no había pedido: “El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 39). El aspecto sorprendente de la respuesta de Jesús consiste en el hecho de que Él establece una relación de semejanza entre el primer y el segundo mandamiento, definido también en esta ocasión con una fórmula bíblica sacada del código levítico de santidad (cfr. Lv 19, 18). De esta forma, así pues, en la conclusión del pasaje los dos mandamientos se unen en el papel de principio fundamental en el que se apoya toda la Revelación bíblica: “De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 40).
(De dos intervenciones recientes de Benedicto XVI; la foto es de Nathan Lerner)

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