Hace pocos días daba noticia del cierre de la expo Lartigue en Caixaforum de Madrid. Decía que me apasionaba Lartigue, pero no decía porqué. Ahora voy a intentarlo, de forma muy sumaria. Lo voy a hacer hablando al mismo tiempo de otro fotógrafo francés, Bernard Plossu, cuyas fotos se pueden ver en Madrid hasta el 14 de julio en la Galería José R. Ortega en el número 42 de la calle Villanueva. Ya dije que el aire deportivo que rodea a Lartigue no era el centro de mi interés; tampoco lo es el hecho de que él formase parte del mundo perdido que retrata (el mundo de una cierta clase alta francesa llena por lo demás de austeridad y buen gusto). “Mi corazón es como un niño que llora si no le ponen todas sus emociones en pequeños globos”, escribió en 1919. Creo que esa conciencia de la fragilidad del mundo que capta, un mundo cuya belleza consiste en que es fugaz, en que está pasando y desgastándose en un mismo instante. Familiar y a la vez extraño, el artista ama ese mundo y se complace en él, precisamente porque sabe que se está yendo para no volver. Su apariencia es su pasar. Y Plossu hace algo muy parecido. Fuera o dentro de casa (sea ésta la ciudad de París o el continente Europa) capta igualmente ese bello desgaste. Es como si lo celebrase por ser mortal y tener una forma, como si la muerte diese a todo el tinte burdeos del cansado terciopelo de ese banco corrido en una esquina de la Coupole. Charlas en voz alta o baja, unas copas rosadas de champagne y el oro en un antebrazo dorado de mujer, todo promesas falsas e ilusionantes en un resto de tiempo.