Paul Auster presenta hoy martes en el CCCB de Barcelona su libro Diario de invierno (Anagrama, 2012). Acabo de leerlo, en dos o tres noches. Finaliza con esta frase y una fecha: “Has entrado en el invierno de tu vida (2011)”. Ese dato bastaría para pensar que se trata de un ejercicio de miedo anticipatorio a la vejez y a la muerte. Y vaya sí lo es. Auster baraja dos citas de Joubert entre las que bascula: primero cuando el diarista francés dice que el final de la vida es amargo, y más tarde, para compensar un poco o para integrar la verdad que pueda tener el aserto número uno, esta otra sentencia: hay que morir inspirando amor (si se puede). Me quedo con la última, cómo no, aunque sé que nadie escapa inmune a la sombra de la otra. He pasado unas cuantas horas con el libro entre las manos y al final me ha dejado un regusto agridulce, como agridulces son los recuerdos de los que consta esta especie de summing-up, de ajuste de cuentas con uno mismo y su pasado. Un balance hecho como para empezar “limpio” la última etapa que se prevé tormentosamente invernal. El planteamiento parece un poco cenizo pero en manos de Paul Auster creo que quedarse en esto significaría reducir la cosa al absurdo. Hay más, mucho más y voy a intentar algún apunte que anime a quien sea a leer un libro bello, fuerte, duro a ratos pero escrito con una sinceridad y con una luz (gris) poco frecuente en el mundo de hoy y en el de ayer menos aún.
En concreto voy a hablar brevemente de cuatro cosas: de la dimensión autobiográfica, de la presencia del cuerpo, de la recurrencia en Auster y por último, de la relación de la literatura con la verdad. Prometo brevedad. Primero, el libro es extraño y creo que en el futuro se leerá como ejemplo de autobiografía que se planeta como un “diálogo” con uno mismo. Cosa relativamente rara en el género, esa separación es una parte del encanto austeriano porque contiene dos tradiciones muy antiguas, la griega del diálogo y la del monólogo interior que está incoada en la tradición judaica. Dos formas diferentes pero integradas de plantear el problema de la alteridad y de la identidad: je est un autre. La tradición hebraica está presente en el modo constante en el que todo se refiere al cuerpo y más concretamente al cuerpo doliente (Auster oscila entre dolor y placer pero acaba inclinándose por aquel en contra de éste). Es muy explícito en esto el libro: como ocurre en tantos otros casos el recuerdo es casi exclusivamente recuerdo de un dolor inseparable de la progresiva autoconciencia. La experiencias eróticas, incluido el aparentemente envidiable matrimonio con S.H. son mucho menos (con)formativas. Con Diario de invierno queda aún más claro lo que ya sabíamos Auster es también autor de un solo libro. Y ya es algo, es todo para un autor (en mi opinión hay pocos autores en cada generación). Ese libro único comenzó con La invención de la soledad (que Anagrama, más que oportunamente, ha reeditado a la vez). Son las dos hojas del mismo espejo, pero quien lo sostiene ahora en la mano tiene treinta años más. Tres décadas que prueban no obstante lo que para mí es una verdad: si la voz es la misma, y lo es, y por tanto expresa un espíritu que no envejece, entonces es que somos inmortales. Al menos la obra de Auster creo que lo será.